En el siglo XXI, los gobiernos han perfeccionado formas de control social que no recurren al autoritarismo directo ni a la represión visible, sino a mecanismos más sutiles, casi invisibles. Uno de los más sofisticados es el uso de las llamadas “nudge units” o unidades de empujón, equipos especializados en ciencias del comportamiento que diseñan políticas públicas no para informar al ciudadano, sino para modificar su conducta sin que se dé cuenta.
El término nudge —“empujón” en inglés— fue popularizado por los economistas Richard Thaler y Cass Sunstein en su libro Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Happiness (2008). El concepto parte de una premisa básica: los humanos no somos racionales. Nuestras decisiones están determinadas por sesgos cognitivos, emociones, pereza mental o presión social. Frente a ello, los nudges se presentan como una forma benévola de “ayudarnos” a tomar mejores decisiones, sin coacción ni obligación legal. Pero en la práctica, funcionan como herramientas de ingeniería social encubierta.
Una nudge unit es un grupo técnico —generalmente vinculado al gobierno, pero a veces autónomo o incluso privado— que aplica principios de la psicología conductual y la economía del comportamiento para diseñar políticas “eficaces” que no requieran coerción. El caso más conocido es la Behavioural Insights Team (BIT) del Reino Unido, creada en 2010 bajo el gobierno de David Cameron. A partir de ahí, decenas de países han replicado el modelo: Francia, Alemania, Estados Unidos, Australia… y también España.
En lugar de campañas informativas tradicionales, estas unidades analizan cómo modificar entornos, formularios, incentivos y mensajes para obtener un resultado deseado. No buscan informar: buscan influir sin que el influido lo perciba. Cambios aparentemente triviales —el orden de opciones en una web, el tono de un mensaje de texto, el color de un botón— pueden alterar decisiones colectivas de gran escala: vacunarse, reciclar, pagar impuestos, reducir el consumo energético, aceptar restricciones o evitar carne roja.
Durante la pandemia de COVID-19, las nudge units jugaron un papel fundamental en la gestión de la percepción pública. En el Reino Unido, por ejemplo, la BIT colaboró estrechamente con el gobierno para aplicar estrategias de “presión social” y “normas implícitas” que aumentaran la aceptación de las vacunas. Uno de los documentos filtrados del SPI-B (Scientific Pandemic Insights Group on Behaviours), asesor del gobierno británico, admitía que se usó el miedo como herramienta deliberada para moldear el comportamiento de la población, incluso reconociendo que había sido “poco ético” y “totalitario”.
En Francia, Alemania y España, se utilizaron estrategias similares. Mensajes como “hazlo por tus abuelos”, “todos lo hacen” o “eres responsable de la salud común” no eran meras campañas de concienciación: eran nudges cuidadosamente diseñados para maximizar la conformidad mediante apelaciones emocionales y presión del grupo. La decisión final (vacunarse o no) se presentaba como libre, pero había sido condicionada desde todos los flancos.
Otro campo es la alimentación. Programas de salud pública diseñan menús escolares o etiquetas nutricionales no para educar, sino para empujar inconscientemente a consumir ciertos productos. Lo mismo ocurre con el ahorro energético, donde recibimos cartas de la compañía eléctrica comparando nuestro consumo con “el del vecino”, apelando a nuestro deseo de no desentonar. Incluso la forma en que las administraciones promueven sus agendas climáticas —desde el etiquetado de CO₂ hasta la publicidad de movilidad— responde a modelos conductuales que buscan conformidad emocional más que racionalidad argumentada.
Los defensores de las nudge units alegan que estas políticas son necesarias para aumentar la eficacia del Estado sin aumentar su coste o su impopularidad. Alegan que todo entorno genera “empujones”, incluso sin intención, y que lo responsable es diseñarlos a favor del bien común. Pero esta defensa omite una cuestión clave: ¿quién decide qué es “el bien común”? ¿y bajo qué legitimidad democrática?
Si el ciudadano desconoce que está siendo influido, no puede evaluar críticamente sus propias decisiones. El principio del consentimiento informado —base de la ética en salud pública, educación y participación— desaparece. Y cuando el nudging se aplica en masa, el resultado es una sociedad programada para obedecer sin saberlo. No es coerción. Es algo más sofisticado: es obediencia inducida por ingeniería psicológica.
En España, el uso de nudge units no ha sido tan visible como en Reino Unido, pero existe y crece. El Ministerio de Economía ha impulsado desde 2021 la Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia —conocida informalmente como “el gabinete de Iván Redondo”— que ha promovido la incorporación de herramientas conductuales en el diseño de políticas públicas. Varios informes de la Moncloa reconocen expresamente la necesidad de “mejorar la eficacia del Estado mediante herramientas de psicología social y economía conductual”.
Además, la colaboración con organismos como la OCDE, el Banco Mundial o el Foro Económico Mundial —todos promotores del nudging desde hace una década— ha acelerado la adopción de estos marcos. Fondos europeos destinados a transición ecológica o digitalización están condicionados a la implementación de políticas de cambio conductual. No es solo una moda técnica. Es un modelo político: gobernar sin necesidad de convencer, solo de moldear.
La pregunta no es si los nudges son efectivos —sabemos que lo son—, sino si son legítimos. ¿Es aceptable que los gobiernos operen como arquitectos del comportamiento sin conocimiento ni consentimiento de la población? ¿Puede una democracia seguir siéndolo si sus ciudadanos son tratados como sujetos de laboratorio conductual? ¿Dónde queda la deliberación pública si las decisiones individuales ya han sido preprogramadas por algoritmos emocionales?
Los nudge units no son ciencia ficción. Son una realidad institucionalizada en buena parte del mundo. En nombre de la salud, el clima o el bien común, los gobiernos han encontrado una herramienta perfecta para inducir sumisión sin represión, obediencia sin coerción y conformidad sin conflicto. Y quizás por eso, son más peligrosos que cualquier otro aparato de propaganda tradicional.