Política climática y censura informativa: implicaciones del nuevo informe de la ONU

En junio de 2025, la relatora especial de la ONU sobre derechos humanos y cambio climático, Elisa Morgera, presentó ante el Consejo de Derechos Humanos un informe titulado The Imperative of Defossilizing our Economies. El documento propone una serie de medidas destinadas a acelerar la transición energética global, que incluyen la prohibición del lobby y la publicidad de la industria fósil, la revocación de licencias de explotación de hidrocarburos, la eliminación de subsidios a estos sectores y, especialmente, la criminalización de la desinformación climática. Según Morgera, la industria petrolera ha desarrollado durante décadas un “manual de obstrucción” que ha saboteado deliberadamente el consenso científico, desacreditado activistas y bloqueado políticas públicas esenciales, lo cual habría generado una violación prolongada y estructural de derechos humanos como el acceso a la salud, la educación, el medio ambiente sano y la información. Desde esta perspectiva, el informe sostiene que los Estados tienen la obligación jurídica de proteger a sus poblaciones frente a estas prácticas, lo que justificaría la adopción de leyes que castiguen penalmente la difusión de mensajes considerados engañosos sobre el cambio climático, ya provengan de empresas, agencias de comunicación o individuos.

El argumento central del informe es que mantener el uso de combustibles fósiles y permitir la influencia política y mediática de las empresas del sector es incompatible con los compromisos internacionales en materia de derechos humanos. De hecho, se afirma que no solo la extracción y combustión de hidrocarburos representa una amenaza directa a la vida y al bienestar de las comunidades más vulnerables, sino que la estrategia de desinformación deliberada desplegada por los intereses fósiles ha limitado el acceso del público a información veraz, impidiendo una toma de decisiones democrática e informada. A partir de ahí, el documento propone que los gobiernos adopten medidas equivalentes a las que ya se aplican en sectores como el tabaco, incluyendo la prohibición total de la publicidad fósil, la expulsión del lobby de los procesos políticos, la fiscalización estricta de la información climática que circula en los medios y redes, y la sanción judicial de quienes difundan informaciones engañosas o sin base científica. Textualmente, el informe señala que “las personas tienen derecho a saber cómo la industria –y sus aliados– han obstruido sistemáticamente durante 60 años el acceso al conocimiento climático”, y que los Estados deben “proteger activamente a la ciudadanía frente a este tipo de ataques contra sus derechos fundamentales”.

Estas propuestas han sido celebradas por sectores académicos y ecologistas que ven en ellas una respuesta largamente esperada frente al poder corrosivo de la propaganda fósil. En su opinión, la protección del derecho a la información científica debe estar por encima de los intereses comerciales, y la persistencia del negacionismo climático no es un ejercicio legítimo de libertad de expresión, sino un atentado contra el bien común. Argumentan que permitir la diseminación masiva de contenidos engañosos sobre el clima ha retrasado décadas la respuesta internacional y ha contribuido al agravamiento de una crisis que pone en riesgo la vida de millones de personas, particularmente en el Sur global. Desde esta óptica, legislar contra la desinformación no sería censurar opiniones sino proteger derechos.

Sin embargo, distintas voces han expresado serias reservas frente a los riesgos que plantea esta perspectiva. Juristas, expertos en libertades públicas, organizaciones de derechos humanos y medios de comunicación han advertido que criminalizar la “desinformación climática” puede sentar precedentes peligrosos para la libertad de expresión, el debate científico y la pluralidad informativa. Una de las críticas más repetidas es la falta de una definición jurídica clara sobre qué se considera desinformación. En ausencia de criterios objetivos y verificables, señalan, se corre el riesgo de que las autoridades acaben persiguiendo posturas legítimas o simplemente críticas frente a determinadas políticas ambientales. Por ejemplo, disentir sobre el ritmo o los métodos de descarbonización, cuestionar el papel de las energías renovables o analizar el impacto social de las transiciones energéticas podría ser interpretado como discurso punible en contextos politizados.

Organizaciones como Access Now y Article 19 han recordado que la lucha contra la desinformación debe llevarse a cabo a través de mecanismos transparentes, educación mediática, acceso abierto al conocimiento y garantías procesales, no mediante castigos penales ni censura. También han señalado que medidas similares, implementadas durante la pandemia bajo la excusa de frenar las fake news, sirvieron en muchos países para silenciar la prensa crítica y erosionar el control democrático. El informe, aunque orientado a limitar el poder de las grandes corporaciones energéticas, no establece salvaguardias suficientes para proteger el disenso científico o la libertad de los investigadores que puedan apartarse de la línea oficial. De hecho, algunos juristas han alertado que, bajo el amparo de este enfoque, podrían reprimirse incluso análisis alternativos o no mayoritarios en el ámbito científico, lo cual pondría en peligro el principio mismo del progreso del conocimiento, que se basa en la confrontación de hipótesis y en la revisión constante de evidencias.

En sectores conservadores o escépticos frente a la agenda climática, el informe ha sido interpretado como un intento de imponer un pensamiento único. Columnistas y medios como La Gaceta han afirmado que la ONU estaría promoviendo la censura global de cualquier forma de escepticismo, equiparándolo con una violación de derechos humanos y, por tanto, legitimizando su represión. Desde esa óptica, las propuestas de Morgera serían incompatibles con un orden democrático liberal, y establecerían una frontera difusa entre política ambiental y adoctrinamiento ideológico. Incluso algunos representantes del sector publicitario han manifestado que prohibir la publicidad de ciertas industrias no resuelve el problema de fondo, sino que desnaturaliza el mercado de ideas y castiga la actividad económica sin atacar sus causas estructurales.