Cada enero, mientras los focos mediáticos se centran en una pequeña localidad suiza cubierta de nieve, tiene lugar uno de los encuentros más influyentes —y a la vez opacos— del mundo contemporáneo: el Foro de Davos, nombre informal del World Economic Forum (WEF). Este evento, que durante décadas se ha vendido como un espacio de diálogo y cooperación internacional, se ha convertido en un laboratorio de poder sin legitimación democrática, donde se tejen redes de influencia global que moldean políticas nacionales sin pasar por las urnas. El Foro no es un organismo internacional electo ni responde a ningún tratado vinculante. Es, esencialmente, una fundación privada con sede en Ginebra, financiada por las mayores corporaciones del planeta y liderada por Klaus Schwab, un economista alemán que en las últimas décadas ha asumido un rol que trasciende el de mero organizador: el de arquitecto ideológico de un nuevo orden tecnocrático.
La narrativa que envuelve al Foro de Davos está cuidadosamente elaborada: salvar al planeta, erradicar la pobreza, modernizar la economía, proteger la salud global. Sin embargo, bajo ese lenguaje suavizado y filantrópico se esconde una ingeniería política de carácter supranacional que busca rediseñar la sociedad desde arriba, sin consultar a los pueblos ni someterse a los mecanismos clásicos de control democrático. El WEF promueve una agenda de transformación global en la que actores no electos —bancos centrales, multinacionales, fundaciones filantrópicas, plataformas tecnológicas y organismos internacionales— asumen funciones de planificación y ejecución de políticas públicas en nombre del “interés común”. Y lo hacen a través de fórmulas como el “capitalismo de partes interesadas” (stakeholder capitalism), que, lejos de democratizar el poder, otorgan a las corporaciones privadas un asiento permanente en las decisiones sobre salud, medio ambiente, economía y gobernanza digital.
Uno de los momentos clave para comprender la dimensión de esta influencia ocurrió en 2020, cuando el propio Klaus Schwab presentó la iniciativa del “Gran Reinicio” (The Great Reset). Esta propuesta, lejos de surgir como una respuesta coyuntural a la pandemia de COVID-19, venía gestándose desde hacía años como parte de la llamada Cuarta Revolución Industrial. Su objetivo: reestructurar todos los sistemas económicos y sociales del planeta mediante una digitalización total, una reconversión ecológica de las industrias y una redefinición de las relaciones laborales y de consumo. No era una mera declaración de intenciones. Las políticas derivadas de este marco comenzaron a implementarse a través de organismos como la ONU, el FMI, la OMS y la Comisión Europea, todos ellos profundamente conectados con el Foro de Davos. A través de informes, programas estratégicos y sus célebres redes de liderazgo joven (Young Global Leaders), el WEF ha sido instrumental en la colocación de cuadros afines a su ideología en posiciones de gobierno. Líderes como Emmanuel Macron, Justin Trudeau o Jacinda Ardern han sido formados bajo esta estructura de poder informal. No se trata de una coincidencia: es un modelo sistemático de infiltración ideológica.
Lo más inquietante de esta dinámica no es la formulación de ideas, sino su traducción directa en políticas públicas sin debate parlamentario ni consulta ciudadana. El pasaporte COVID, por ejemplo, fue una propuesta anticipada por el WEF años antes de la pandemia. La centralización de datos sanitarios, la promoción de monedas digitales controladas por bancos centrales, la vigilancia algorítmica bajo el pretexto de “salud pública” o “sostenibilidad”, y la digitalización forzada de todos los servicios públicos, son líneas maestras que el Foro impulsa desde sus informes y que luego se traducen en regulaciones europeas o planes nacionales. Esta manera de operar sustituye el mandato democrático por la planificación estratégica de actores que no rinden cuentas. La “gobernanza multinivel” que promueve Davos implica, en la práctica, una deslocalización de la soberanía.
La gestión de la pandemia ofreció una demostración tangible de esta lógica de poder. Desde la alianza entre la OMS, GAVI y COVAX para distribuir vacunas, hasta la coordinación digital con plataformas como Google y Facebook para controlar la narrativa informativa, el Foro de Davos actuó como bisagra entre los intereses corporativos, la gestión sanitaria global y los mecanismos de censura. Las decisiones que afectaban a la vida de miles de millones de personas se tomaban en reuniones cerradas, fuera de la deliberación parlamentaria, bajo el auspicio de “expertos” vinculados a los mismos grupos que comercializaban vacunas, tecnologías de rastreo o plataformas educativas virtuales.
Todo esto plantea una pregunta incómoda: ¿quién gobierna realmente en el siglo XXI? Porque mientras los parlamentos discuten presupuestos y se enredan en luchas partidistas, los ejes decisivos de la política global se definen en foros como Davos, donde el ciudadano común no tiene acceso, voz ni voto. La democracia representativa parece haberse convertido en una fachada, mientras el verdadero poder se concentra en estructuras tecnocráticas disfrazadas de consenso global. Y esto no es una teoría conspirativa: es una observación empírica respaldada por los propios documentos del Foro, disponibles públicamente pero ignorados por los grandes medios.
La transformación del WEF de un espacio de diálogo a un centro de formulación de políticas supranacionales representa una amenaza directa al principio de soberanía popular. La idea de que “nadie estará a salvo hasta que todos estemos conectados” —uno de los lemas más repetidos por Davos— no es una promesa de solidaridad, sino una advertencia sobre el nuevo contrato social que pretenden imponer: uno donde el ciudadano ya no participa, sino que obedece a decisiones tomadas por expertos no electos en nombre del bien común.
Hoy más que nunca es necesario recuperar el control ciudadano sobre las decisiones que afectan a nuestra vida, nuestros derechos y nuestras libertades. Y para eso, es indispensable abrir un debate crítico, transparente y plural sobre el verdadero papel del Foro de Davos. Porque si no lo hacemos nosotros, lo harán ellos.