¿Quién teme a Pegasus? (De espías, privacidad y el capitalismo de la vigilancia)

Por José María Aguera Lorente

«Que haya un fin, una privacidad, un oscuro agujero para mí; quiero ser olvidado incluso por Dios.»
(Robert Browning: Paracelsus, 1835.)

Hay espías y espías. Y no todos valen por igual. Puede que el más popular sea el estilo representado por 007, el ínclito Bond (James Bond). Pero a mí no me parece creíble; lo percibo escaso de humanidad (de vulnerabilidad) y tampoco me identifico con el modelo de masculinidad que propone. El espionaje que practica peca a mi entender de un exceso de gimnasia y un defecto de sutileza que no van conmigo. Me fascina, por contra, el espía que se infiltra en el nido enemigo, el que juega a ser otro y se gana la confianza de aquel que ha de espiar, que se vale de elaboradas artimañas psicológicas para lograr del otro que le entregue voluntariamente sus secretos traicionando incluso a los suyos. Reconozco que experimento un perverso placer en esa penetración en la intimidad, en el santuario de la conciencia donde se atesora eso que a casi nadie se puede confesar sin que medie violencia alguna. Al mismo tiempo el espía que practica ese sublime arte no está libre de peligro, pues él puede no salir indemne de la práctica de ese contorsionismo mental en el que se pone en juego la esencial fragilidad de las identidades. Uno de los mejores ejemplos de lo que digo lo ofrece la excelente serie de televisión The americans. Si alguien la ha visto ya sabe con precisión a qué me refiero.

En las antípodas de este modelo de espía, que es de mi querencia, se encuentra el que ha reducido su tarea al de mero fisgón, de tal manera que más que espía es un vulgar cotilla. El mérito de su trabajo consiste en poner la oreja sin más, ciertamente de forma metódica y disciplinada, haciendo uso de los medios técnicos más sofisticados, pero a fin de cuentas es eso, parasitar a una fuente de información. La muestra cinematográfica de este modelo de espía es el agente de la extinta Stasi, la policía política de la República Democrática de Alemania, de la película alemana La vida de los otros; un personaje gris donde los haya, un funcionario en verdad que se pasa las jornadas escuchando a través de micrófonos ocultos las conversaciones de ciudadanos sospechosos para el régimen del lado oriental del muro de Berlín. Ya me dirán ustedes qué virtud hay en esto.

Por eso, este revuelo político que ha provocado el público conocimiento de que se ha espiado a ciertos políticos a través del programa informático llamado Pegasus a mí, personalmente, me ha movido a un cierto estado de melancolía. Sospecho, a raíz de este asunto que se ha llegado a calificar de escandaloso, que ya pasó la época de esos espías cuyos novelescos avatares glosaran escritores como John le Carré, personajes de alma atormentada y trágica relación con la auténtica naturaleza de su trabajo, la cual tiene que ver con lo más miserable de la condición humana, aunque se quiera disfrazar con los nobles ropajes del patriotismo.

A juzgar por el caso Pegasus diríase que ahora el espionaje que se practica es el que para mí carece por completo de mérito e incluso incurre en ordinariez de pleno. Como el triste funcionario de La vida de los otros, los que se aplicaron a robar información de los móviles a través del dichoso programa israelí no tienen nada de mérito en lo que hacen, pues son lo dicho, meros cotillas. Si acaso el mérito cabe atribuírselo –en la categoría de pericia informática y no en lo que atañe al oficio de espía– a los ingenieros informáticos que diseñaron semejante engendro algorítmico.

Por otro lado creo que no se repara lo suficiente en el hecho de que quienes practican ese espionaje de baja estofa continuamente y a escala mundial –o, en versión más sofisticada, esa recopilación de datos– no son precisamente los servicios de inteligencia estatales, sino las grandes compañías tecnológicas, como Facebook y Google. Resulta cuando menos paradójico y hasta desconcertante que se haga alarde de preocupación por controlar lo que el Estado hace en las sombras para invadir la privacidad de la élite política, pero aceptemos al mismo tiempo con toda la naturalidad que haya compañías que tengan acceso franco y continuo a todo lo que hacemos en los dominios del mundo digital, gran parte de lo cual, extramuros de internet, aceptamos compartir motu proprio con muy pocas personas o incluso con nadie.

Tenemos que recordar la novela de George Orwell, 1984. No podemos –y no debemos– dejar de tenerla en mente para interpretar con lucidez lo que nos pasa actualmente. En ella se expone magistralmente una de las verdades políticas que más nos tendrían que preocupar, pero que pasa prácticamente inadvertida en medio de tanto ruido mediático: la privacidad es poder. Eso es lo que significa esa frase que domina la vida de la sociedad que nos describe Orwell en su novela. Big brother is watching you es la declaración del poder omnímodo, del que no cabe escapatoria. Es el sino del protagonista de la historia, Winston Smith, que trata por todos los medios de conservar un rincón literalmente en el que gozar de un ápice de privacidad. Su desasosegante final tiene su clave precisamente en el conocimiento que el poder posee de sus más íntimos e irracionales temores.