Durante la crisis del COVID-19, la Unión Europea llevó a cabo la mayor adquisición centralizada de productos farmacéuticos de su historia. La Comisión Europea, actuando en nombre de los Estados miembros, firmó acuerdos con múltiples compañías para adquirir miles de millones de dosis de vacunas en un contexto de pánico institucional, presión política y urgencia sanitaria. Lo que quedó fuera de la narrativa oficial fue cómo se diseñaron esos contratos, quién asumía los riesgos, y qué se negoció a puerta cerrada, sin supervisión ciudadana, ni control parlamentario. La respuesta corta: se firmaron compromisos millonarios con cláusulas opacas, condiciones abusivas y mecanismos de blindaje para las farmacéuticas que, aún hoy, siguen protegidas por el silencio.
Uno de los casos más paradigmáticos —y controvertidos— es el del contrato entre la Comisión Europea y la farmacéutica Pfizer/BioNTech. El acuerdo, que ascendió a más de 35.000 millones de euros, fue negociado directamente por la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, sin participación del Parlamento Europeo ni de los Estados miembros. Según reveló el New York Times en 2021, gran parte de la negociación se realizó a través de mensajes de texto privados entre Von der Leyen y Albert Bourla, CEO de Pfizer. Cuando varios periodistas y eurodiputados exigieron el contenido de esos mensajes, la Comisión respondió que “no los había conservado”, alegando que no cumplían criterios de registro oficial. El escándalo fue bautizado como “Pfizergate” y desató una investigación formal por parte del Defensor del Pueblo Europeo y del Tribunal de Cuentas de la UE.
La gravedad no reside sólo en la opacidad procedimental, sino en las condiciones contractuales firmadas. En los fragmentos del contrato que fueron publicados (altamente censurados), se evidencian varias cláusulas que levantaron alarmas entre juristas y parlamentarios. La más llamativa es la que exonera a Pfizer de toda responsabilidad en caso de efectos adversos. Es decir, si una persona sufre daños por la vacuna, el Estado es quien asume la indemnización, no la empresa fabricante. A eso se suma que los compradores —los países— deben incluso hacerse cargo de los costes legales de defensa de la farmacéutica si esta fuera demandada.
Este modelo de transferencia total del riesgo no es nuevo: ya fue aplicado en Estados Unidos bajo la PREP Act, pero en Europa supuso una novedad legal con implicaciones políticas profundas. Las farmacéuticas no sólo vendieron su producto, sino que impusieron sus condiciones, protegidas por la narrativa de “emergencia” y por la falta de debate parlamentario. La Comisión actuó como intermediaria, pero sin transparencia ni posibilidad de revisión.
Además, los contratos incluyen cláusulas de “mejores esfuerzos razonables”, un término jurídico deliberadamente vago, que permite a las farmacéuticas eludir obligaciones concretas de suministro si alegan causas imprevistas. Esto ocurrió con AstraZeneca, que no cumplió los volúmenes acordados con la UE en 2021. Aun así, la Comisión no exigió sanciones significativas y resolvió el conflicto con una compensación simbólica, sin abrir la puerta a una auditoría real del incumplimiento.
El Tribunal de Cuentas de la UE publicó en septiembre de 2022 un informe devastador en el que reprocha a la Comisión Europea la falta de documentación, actas de reuniones y trazabilidad de las decisiones clave en la compra de vacunas. En particular, el Tribunal constató que los expedientes sobre el contrato de Pfizer no estaban disponibles, y que se había roto la cadena de custodia documental. Ursula von der Leyen se negó a comparecer y respondió por escrito, eludiendo las preguntas de los auditores. La opacidad no fue un accidente: fue una estrategia.
En paralelo, el Parlamento Europeo fue sistemáticamente excluido del proceso de compra. Varios eurodiputados —entre ellos, Michèle Rivasi, Virginie Joron y Cristian Terheș— denunciaron públicamente la censura informativa sobre los contratos y el cerco a la fiscalización. Terheș llegó a exhibir en rueda de prensa las copias de los contratos publicados por la Comisión: folios enteros tachados con tinta negra, ocultando precios, plazos, entregas, responsabilidad jurídica y mecanismos de compensación. “Esto no es transparencia, es una burla”, declaró.
Otra cuestión crítica es la relación directa entre la financiación pública del desarrollo de las vacunas y los beneficios obtenidos por las farmacéuticas. Pfizer y BioNTech recibieron cientos de millones de euros en fondos europeos para investigación y producción, a través de programas como Horizon 2020 y el Mecanismo de Emergencia Sanitaria (HERA). A pesar de ello, los precios por dosis se mantuvieron en niveles históricos —hasta 30 euros por unidad— y la propiedad intelectual quedó en manos de las empresas. No hubo licencias abiertas, ni transferencia tecnológica a países en desarrollo, ni cláusulas de equidad.
También se han revelado documentos donde Pfizer, en contratos con países de América Latina como Brasil, Argentina o Perú, exigía garantías patrimoniales extraordinarias: desde renuncias a activos soberanos hasta la imposición de cláusulas arbitrales internacionales, en lugar de tribunales locales. Aunque la Comisión Europea ha negado que esas condiciones estén presentes en el contrato europeo, se ha negado sistemáticamente a publicar la versión íntegra, lo que impide confirmar o refutar esas afirmaciones.
La cuestión de los efectos adversos también ha sido objeto de controversia. A pesar de que las bases de datos oficiales —como EudraVigilance (UE), VAERS (EE.UU.) y Yellow Card (Reino Unido)— han registrado cientos de miles de notificaciones graves relacionadas con las vacunas COVID, la respuesta institucional ha sido silenciar el debate. Los contratos no obligan a las farmacéuticas a asumir responsabilidad civil, y los sistemas de compensación nacionales son lentos, restrictivos y muy poco accesibles. El mensaje es claro: la vacunación es obligatoria o indirectamente forzada, pero los riesgos los asume el ciudadano, y los beneficios los capitaliza la empresa.
A día de hoy, la Comisión Europea no ha rendido cuentas sobre los 4.200 millones de dosis contratadas para una población de poco más de 440 millones de personas. Tampoco ha explicado por qué sigue vigente un contrato con Pfizer que obliga a los Estados a comprar dosis hasta 2026, aunque ya no sean necesarias. Ni por qué se han destruido millones de viales caducados, pagados con fondos públicos, sin revisión ni auditoría previa.
Estamos ante un modelo de política sanitaria que consagra la impunidad contractual, normaliza la privatización del beneficio y la socialización del riesgo, y degrada la noción misma de soberanía democrática. Lo que se firmó durante la pandemia no fue sólo un contrato de suministro: fue un pacto de subordinación institucional a intereses privados.
Y mientras tanto, la presidenta de la Comisión, Albert Bourla y otros altos ejecutivos siguen evitando comparecer, protegidos por la arquitectura legal de Bruselas y el blindaje mediático que han construido a su alrededor. El mensaje que se transmite es que, en tiempos de crisis, todo está permitido. Incluso entregar el poder político y jurídico a quienes sólo rinden cuentas ante sus accionistas.