La dimisión de Sonia Tamames, directora general de Salud Pública de Castilla y León, es la última de una serie de eventos que han puesto en el centro del debate la gestión de la pandemia de COVID-19 y las voces que se atreven a cuestionarla. Tamames presentó su renuncia tras unas polémicas declaraciones en un programa de televisión, donde aseguró que “la pandemia de COVID no fue de gran gravedad”. Según su versión, la emergencia sanitaria afectó principalmente a la población joven en sus primeras etapas, pero con el tiempo el virus evolucionó, volviéndose grave solo para los extremos de la vida, especialmente para los mayores.
Estas afirmaciones causaron un fuerte revuelo político. Desde el Partido Socialista de Castilla y León, pasando por el líder de Podemos en la Comunidad, Pablo Fernández, hasta Francisco Igea, exvicepresidente de la Junta y procurador del Grupo Mixto, todos exigieron su dimisión. Esta presión política culminó en la renuncia de Tamames esta mañana. El presidente de la Junta, Alfonso Fernández Mañueco, reconoció públicamente que las declaraciones fueron un “grave error” y, en nombre del Gobierno regional, pidió disculpas a la población.
Sin embargo, más allá de la renuncia de Tamames, este suceso nos invita a reflexionar sobre un fenómeno más amplio y preocupante: la censura a las voces críticas que se han atrevido a cuestionar las decisiones tomadas durante la pandemia. La respuesta institucional ante estas declaraciones —una rápida exigencia de dimisión— no es un hecho aislado, sino parte de un patrón recurrente de eliminación de cualquier postura contraria a la narrativa oficial.
En tiempos de crisis sanitaria, la censura no es algo novedoso, pero su alcance y consecuencias han sido particularmente agudos durante la pandemia de COVID-19. La emergencia sanitaria provocó un clima de miedo y tensión, en el que las decisiones políticas y sanitarias se tomaron bajo un fuerte sentido de urgencia. No obstante, este mismo clima, lejos de ser un espacio para el debate y la reflexión, generó un terreno fértil para la represión de opiniones disidentes.
Desde el principio de la denominada pandemia, hemos sido testigos de la rápida eliminación de cualquier voz que se atreviera a cuestionar las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias. En muchos casos, estas voces fueron rápidamente etiquetadas como “conspiranoicas” o “negacionistas”, sin un análisis adecuado de sus argumentos. Este proceso de descalificación no solo impide un debate serio, sino que también crea un ambiente en el que cualquier postura diferente a la oficial es vista como peligrosa o inapropiada.
Un ejemplo claro de esta censura lo encontramos en los protocolos médicos aplicados durante la primera ola de la pandemia. César Carballo, un reconocido médico, no sospechoso de ser un “conspiranoico”, reconoció que muchos pacientes en la primera ola murieron no solo por la COVID-19, sino debido a los protocolos aplicados en los hospitales, los cuales no siempre estuvieron alineados con la mejor atención médica posible. A pesar de la gravedad de sus declaraciones, estas voces no solo fueron ignoradas, sino que en muchos casos se silenciaron o ridiculizaron.
Además de la crítica a los protocolos hospitalarios, hubo situaciones aún más inquietantes. Uno de los sectores más vulnerables fue el de los ancianos, especialmente aquellos en residencias. Los protocolos aplicados en estas instituciones fueron criticados por ser draconianos y, en muchos casos, irresponsables. En lugar de proporcionar cuidados adecuados, muchos residentes fueron sedados masivamente con medicamentos como medazepam, lo que generó graves interrogantes sobre si estas decisiones contribuyeron a un aumento innecesario de muertes.
Pero no fue solo la sedación masiva lo que generó alarmas. La histeria colectiva provocó un abandono absoluto de los ancianos sospechosos de tener COVID-19. En muchas residencias, estos pacientes fueron aislados en sus habitaciones sin los cuidados adecuados, dejándolos desprotegidos y expuestos a la enfermedad. Este aislamiento forzoso, unido a la falta de personal capacitado y a los propios errores en la gestión de la crisis, multiplicó el impacto de la pandemia en este grupo de edad.
Por si fuera poco, las medidas implementadas para frenar la propagación del virus también jugaron un papel en el aumento de la mortalidad, particularmente en la población de más de 80 años. El confinamiento prolongado, el aislamiento social y las restricciones de movilidad impuestas a los más vulnerables tuvieron consecuencias devastadoras, no solo en términos de la salud mental de los mayores, sino también en su salud física.
Lo que está claro es que, en lugar de generar un espacio para el debate constructivo, las autoridades han optado por cerrar cualquier posibilidad de cuestionamiento. Esta actitud no solo mina la confianza en las instituciones, sino que también perpetúa un sistema en el que las decisiones tomadas a puerta cerrada se presentan como infalibles, cuando la realidad es que muchas de esas decisiones fueron erróneas o mal gestionadas.
El caso de Sonia Tamames es solo un ejemplo más de cómo la crítica a la gestión de la pandemia se silencia de manera rápida y eficiente. En lugar de abrir un diálogo sobre lo sucedido, se opta por marginar a las voces disidentes, creando un entorno en el que la censura se convierte en una herramienta para proteger una narrativa oficial, por más que esta sea cuestionable.