La llegada de la pandemia de COVID-19 supuso un terremoto económico y social en España. En cuestión de semanas, miles de empresas cerraron, millones de personas vieron peligrar sus empleos, y la economía sufrió su mayor colapso en tiempos modernos. Sin embargo, en medio de esta devastación colectiva, se produjo una paradoja inquietante: mientras la mayoría de la población se empobrecía o apenas lograba salir adelante, una minoría privilegiada no solo resistía, sino que multiplicaba su riqueza. Este artículo explora, con mirada crítica y datos verificables, cómo los años 2020-2022 presenciaron una intensa concentración del poder económico y una transferencia de riqueza en España, analizando quiénes perdieron, quiénes ganaron y por qué. La narración pone el foco en los pequeños dramas cotidianos —el cierre de la tienda de barrio, el trabajador en ERTE con sueldo recortado, la familia haciendo cola en un banco de alimentos— frente a las grandes cifras que reflejan un enriquecimiento asombroso de unos pocos en plena crisis sanitaria.
El golpe económico a la mayoría
España fue uno de los países más golpeados por la crisis del coronavirus en 2020. Las medidas de confinamiento estricto paralizaron sectores enteros (turismo, hostelería, comercio minorista), provocando una caída histórica del Producto Interior Bruto (PIB). De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística (INE), el PIB español se contrajo un 10,8% en 2020, la mayor caída anual registrada desde la Guerra Civil. Esta cifra resume el alcance del desastre: en un solo año se destruyó una fracción notable de la riqueza nacional, algo nunca visto en décadas recientes. La economía, que venía recuperándose lentamente de la crisis financiera de 2008, se encontró de repente retrocediendo a niveles de producción y empleo críticamente bajos.
Las consecuencias en el mercado laboral fueron inmediatas. Según la Encuesta de Población Activa, se perdieron unos 622.600 puestos de trabajo en 2020 y la tasa de paro saltó de alrededor del 13-14% a un 16,1% a finales de ese año, con 3,7 millones de desempleados. En los momentos más duros del confinamiento (la “Gran Reclusión”), llegó a haber más de un millón de empleos destruidos en unos meses, reflejando el parón abrupto de la actividad. Detrás de estas cifras hay realidades humanas: trabajadores de hoteles y restaurantes despedidos, autónomos que tuvieron que cerrar sus negocios, empleados temporales a quienes no se renovó el contrato. Los más vulnerables fueron, como suele ocurrir, quienes ya partían de una situación precaria. Oxfam Intermón advirtió que el desempleo golpeó especialmente a jóvenes, mujeres y migrantes, ensanchando brechas sociales preexistentes. A finales de 2020 el paro juvenil rondaba el 40-55% (dependiendo del grupo de edad considerado), uno de los niveles más altos de Europa. Una mujer joven, migrante, con baja cualificación encarnaba el perfil más expuesto a los efectos económicos de la pandemia, combinando varias desventajas que la crisis agravó.
Con menos ingresos y más desempleo, era inevitable un aumento de la pobreza. Los datos recopilados por organizaciones sociales y por el propio gobierno muestran un serio retroceso en los indicadores de bienestar. Un informe de Oxfam Intermón, publicado con motivo del Foro de Davos de 2021, estimó que unas 790.000 personas adicionales cayeron en pobreza severa en España a causa de la pandemia. La pobreza severa se define como vivir con menos de 16 euros al día, umbral que en total afectaría a 5,1 millones de personas tras el impacto de la COVID-19. Del mismo modo, la tasa de pobreza relativa (ingresos inferiores al 60% de la media nacional) habría pasado del 20,7% al 22,9% de la población en 2020, lo que supone un millón de personas más bajo el umbral de pobreza. Detrás de estas estadísticas hay historias de vida truncadas: familias obreras agotando sus escasos ahorros para pagar el alquiler, trabajadores informales sin protección social, jóvenes que vuelven a casa de sus padres al no poder mantener su independencia económica. Las colas del hambre, con personas aguardando bolsas de alimentos básicos proporcionados por ONG y parroquias, se hicieron tristemente comunes en las ciudades españolas, un fenómeno que no se veía a tal escala desde la posguerra.
Un rasgo característico de esta crisis fue su carácter altamente desigual. Economistas de diversas corrientes describieron la recuperación pospandemia como una “salida en K”: los trazos divergentes de esta letra simbolizan que, tras el choque inicial, una parte de la sociedad (minoritaria) consigue remontar y prosperar rápidamente, mientras otra parte (mayoritaria) cae o se estanca en peores condiciones que anteS. Esa metáfora se hizo realidad en España. Por un lado, las redes de protección públicas –el llamado “escudo social” implementado por el gobierno– lograron mitigar parcialmente la catástrofe entre las clases medias y bajas. Por ejemplo, los ERTE (Expedientes de Regulación Temporal de Empleo) permitieron que empresas en crisis suspendieran contratos temporalmente, con el Estado pagando ~70% del salario del trabajador afectado. Más de 3,4 millones de trabajadores llegaron a estar bajo ERTE en lo peor de la pandemia, y aunque sus ingresos disminuyeron, se evitó un mal mayor: la destrucción definitiva de esos empleos. Estas medidas de emergencia inyectaron unos 35.000 millones de euros de dinero público para sostener rentas y evitar un colapso social. Gracias a ello, muchas familias pudieron capear el temporal unos meses. Sin este apoyo, los analistas coincidían en que el paro habría superado el 20% y la pobreza se habría disparado aún más. No obstante, aun con los amortiguadores del Estado de bienestar, amplios colectivos quedaron rezagados. Hogares de trabajadores temporales, economía sumergida o autónomos de pequeño tamaño difícilmente accedieron a las ayudas en los primeros momentos, y muchos cayeron en picado.
En suma, la mayoría social de España –sobre todo las clases trabajadora y media-baja– sufrió un empobrecimiento generalizado durante 2020-2021. La “pata inferior” de la K se manifestó en pérdidas de renta en los tramos bajos y medios. De hecho, los datos de la Agencia Tributaria confirman que, comparando 2021 con 2019 (prepandemia), hubo un aumento de más de 300.000 declarantes del IRPF con pérdidas o con rentas muy bajas, en gran medida autónomos y pequeños negocios arruinados por la crisis. Amplios sectores de la población vieron congelados o reducidos sus ingresos, a la par que enfrentaban una inflación creciente hacia 2021-2022 (especialmente en energía y alimentos). Para muchos, la pandemia significó dar un paso atrás: trabajos más precarios, salarios recortados, mayor dependencia de ayudas y, en definitiva, una erosión en su calidad de vida y seguridad económica.
Una minoría más rica en plena pandemia
Frente a este panorama de precariedad extendida, emerge el otro lado de la K: una minoría de personas y empresas que, lejos de sufrir la crisis, lograron enriquecerse aún más durante la pandemia. Puede parecer contraintuitivo que en medio de una recesión tan aguda haya quien salga ganando, pero las cifras lo demuestran. Los años 2020-2022 fueron de bonanza para las grandes fortunas y las corporaciones líderes de ciertos sectores, lo que ha derivado en una concentración de la riqueza sin precedentes en la España contemporánea.
Un indicador elocuente es la evolución del Impuesto de Patrimonio, que grava la riqueza de las personas más acaudaladas. Los datos oficiales muestran que al cierre de 2021, el conjunto de individuos obligados a declarar patrimonio (unas 231.000 personas, aproximadamente el 0,5% de la población adulta) acumulaba un valor equivalente al 70% del PIB de España. Es decir, poco más de doscientas mil personas poseían en conjunto cerca de 849.000 millones de euros, una cifra astronómica cercana a las tres cuartas partes de toda la economía nacional. Para ponerlo en perspectiva, antes de la pandemia este colectivo sumaba alrededor de 730.000 millones; en solo dos años su riqueza creció un 16,25%. El número de ricos también aumentó: entre 2019 y 2021 entraron casi 19.100 nuevos contribuyentes en el club de los millonarios patrimoniales (un alza del 9%). Y no solo eso: dentro de ese grupo privilegiado, crecieron más rápido los ultra-ricos. Los llamados milmillonarios o súper ricos –personas con patrimonios superiores a 6 millones de euros– pasaron de ser 7.900 antes de la pandemia a 9.199 al terminar 2021, incrementándose un 16,4% en número. Sus fortunas conjuntas subieron algo más, un 18,3%, lo que indica que incluso dentro de la élite la desigualdad interna se amplió: los más ricos entre los ricos sacaron mayor tajada de la recuperación.
Estos guarismos se traducen en una realidad incontestable: la concentración de la riqueza se aceleró durante la pandemia. Según Oxfam Intermón, la participación del 1% más rico en la riqueza total de los hogares españoles pasó de alrededor del 15% en 2008 (tras la anterior crisis) a aproximadamente el 23% en 2021. En otras palabras, casi una cuarta parte de la riqueza nacional está en manos del 1% superior, cuando hace poco más de una década apenas era una sexta parte. La directora de Oxfam, Susana Ruiz, resumió así esta tendencia: “Se está produciendo una intensificación en la concentración de riqueza en España, acelerada en un contexto de pandemia”. Y todo ello paradójicamente mientras la economía real aún no se había recuperado del bache. De hecho, en 2021 el PIB español seguía un 3,1% por debajo del nivel pre-COVID, y pese a esa brecha en producción, el patrimonio de los más acaudalados había más que compensado sus pérdidas iniciales. Este desacople sugiere que los mecanismos de acumulación de riqueza de las élites (ganancias financieras, valor de acciones, propiedades, etc.) operaban casi independientes de la suerte del común de la gente.
Otro dato revelador: alrededor de 140.000 contribuyentes pasaron en 2020-2021 a ingresar más de 60.000 euros anuales, cruzando el umbral de rentas altas, mientras la mayoría por debajo de esa cifra veía estancamiento o caídas en sus ingresos. La crisis afloró 130.000 “nuevos ricos” en dos años, como tituló irónicamente la prensa económica. Y aunque 60.000 euros al año no convierten a alguien en millonario, sí indican que un sector de profesionales y empresarios logró prosperar a pesar de la recesión, beneficiándose quizás de nichos de actividad favorecidos por la coyuntura (por ejemplo, servicios tecnológicos, consultoría para el sector público o ciertos comercios que permanecieron abiertos). Al mismo tiempo, el número de declarantes con resultados negativos en el IRPF se disparó en más de 300.000, reflejando autónomos arruinados o personas que literalmente tuvieron pérdidas netas (posiblemente por cierre de negocios). Esta brecha entre ganadores y perdedores define la “K”: una minoría escalando posiciones económicas mientras muchos caen.
Cabe destacar que el enriquecimiento de unos pocos durante la pandemia no fue casual, sino resultado de dinámicas estructurales y políticas económicas puntuales. En primer lugar, los mercados financieros rebotaron con fuerza tras el shock inicial. Aunque la Bolsa española (IBEX-35) no alcanzó en 2020 los niveles previos, las bolsas internacionales –especialmente en EE.UU. y sectores tecnológicos– tuvieron rápidas recuperaciones que favorecieron a los grandes inversores. Bancos centrales como el Banco Central Europeo intervinieron comprando masivamente deuda pública y privada, inyectando liquidez que sostuvo la cotización de activos. Esto significó que quienes tenían carteras de acciones, bonos o propiedades vieron cómo su patrimonio se recuperaba e incluso crecía, sustentado por unas políticas monetarias expansivas sin precedentes. Mientras tanto, la mayoría de la gente de a pie no posee activos financieros significativos; sus “activos” son básicamente su trabajo (salario) y quizá una vivienda. Así, la rápida recuperación de los valores bursátiles benefició desproporcionadamente al estrato más rico, aumentando la distancia patrimonial. Un ejemplo global: los diez hombres más ricos del mundo lograron aumentar su fortuna conjunta en medio billón de dólares en 2020, recuperando en solo nueve meses todas las pérdidas provocadas por la COVID-19. España no fue ajena a este fenómeno planetario.
Además, el sistema fiscal y las políticas adoptadas incidieron poco en redistribuir esos excesos. De hecho, podría argumentarse que ciertas medidas reforzaron, sin quererlo, la asimetría. Los rescates y apoyos públicos se diseñaron para salvar empresas y empleos (lo cual era necesario), pero terminaron también protegiendo balances corporativos y ahorros privados de los más pudientes. Por ejemplo, gracias a los ERTE el Estado asumió el pago de unos 30.000 millones de euros en salarios que las empresas dejaron de abonar, aliviando enormemente a las compañías: básicamente, el sector público absorbió costes laborales del sector privado en crisis. Esto, aunque justificado para evitar despidos, implicó que los accionistas y propietarios de muchas empresas sufrieran menos pérdidas de las que habrían tenido en ausencia de ayuda. Igualmente, la moratoria de créditos y avales públicos vía ICO evitaron quiebras que habrían golpeado a bancos y grandes acreedores. En suma, una parte del riesgo de la pandemia se socializó (lo asumió el Estado vía endeudamiento público), mientras las recuperaciones de valor empresarial se privatizaron. Por añadidura, las grandes fortunas apenas contribuyeron adicionalmente en términos impositivos durante este periodo. Las estadísticas muestran que el tipo efectivo del Impuesto de Patrimonio rondó solo el 0,15% en 2021. Es decir, los millonarios tributaron una fracción diminuta sobre sus patrimonios, gracias a abundantes exenciones y bonificaciones fiscales (como las de la Comunidad de Madrid, que elimina prácticamente el impuesto). En contraste, ese mismo año las rentas del trabajo pagaron de media un 13% por IRPF y el consumo soportó tipos efectivos del 15% vía IVA. La carga fiscal recayó mucho más en trabajadores y consumidores que en las grandes riquezas. Este desequilibrio fiscal es parte del trasfondo que explica por qué, tras la pandemia, los ricos son más ricos: su riqueza creció y proporcionalmente contribuyeron muy poco de ese crecimiento al bien común.
Sectores ganadores: farmacéuticas, tecnología y finanzas
No todas las actividades económicas sufrieron por igual en la pandemia; algunas, por el contrario, prosperaron extraordinariamente debido a las circunstancias inéditas. Identificar estos sectores ganadores ayuda a entender cómo se produjo la transferencia de riqueza y quiénes la acapararon.
El caso más evidente es el de la industria farmacéutica y sanitaria. La urgencia por encontrar vacunas, tratamientos y material médico convirtió al sector farmacéutico en un protagonista central. Compañías globales como Pfizer, Moderna, Johnson & Johnson, AstraZeneca o la china Sinovac recibieron miles de millones en financiamiento público y contratos anticipados para desarrollar vacunas en tiempo récord. El resultado fue un éxito científico sin precedentes (varias vacunas eficaces en menos de un año) y, aparejado a él, beneficios económicos colosales para esas empresas. Un informe del centro SOMO calculó que solo cuatro de los mayores fabricantes privados de vacunas (Pfizer, BioNTech, Moderna y Sinovac) obtuvieron en 2021-2022 ganancias acumuladas por 90.000 millones de dólares vinculadas a productos COVID-19. En 2021, las ventas de vacunas de las siete principales farmacéuticas generaron 86.000 millones de dólares en ingresos y 50.000 millones en beneficio neto, un margen extraordinario del 57%. Para empresas como Pfizer o Moderna, el margen neto superó el 60-70% ese año, niveles de rentabilidad absolutamente inusuales en cualquier industria. Estos “beneficios pandémicos” fueron posibles en gran medida gracias a la financiación pública previa (investigación básica en ARNm, etc.) y a los contratos de compra masiva que garantizaron ventas multimillonarias de vacunas una vez aprobadas. Sin embargo, la mayor parte de esas ganancias terminó en manos de accionistas privados, no reinvertidas necesariamente en la sociedad. En España, si bien no tenemos gigantes farmacéuticos del tamaño de Pfizer, sí hubo empresas que se beneficiaron indirectamente: por ejemplo, laboratorios locales involucrados en la fabricación y distribución de vacunas (Rovi, Grifols) o en la venta de tests diagnósticos vieron crecer sus ingresos. Las farmacéuticas figuran así entre los grandes vencedores económicos de la era COVID, acumulando riqueza para sus propietarios e inversores en un momento en que la salud de la población dependía de sus productos. Ello ha suscitado críticas sobre “codicia corporativa” y pedidos de gravar estos beneficios extraordinarios para redistribuir parte del dinero (Bucher, 2022).
Otro sector claro triunfador fue el de las tecnologías digitales y comercio electrónico. Los confinamientos y las limitaciones a la actividad presencial forzaron una migración masiva hacia lo online: teletrabajo, educación en remoto, compras por internet, entretenimiento digital, etc. Así, gigantes tecnológicos y de Internet vieron dispararse su volumen de negocio. En España, el comercio electrónico alcanzó cifras récord en 2020, con ventas por 51.600 millones de euros, un 5,8% más que en 2019. Puede parecer un crecimiento modesto, pero conviene recordar que la economía en su conjunto se redujo fuertemente; el comercio online nadó contra corriente y ganó cuota de mercado. De hecho, algunos análisis estiman que el e-commerce creció más de un 20% interanual en 2020 si se pondera por sectores B2C relevantes. Sectores como la moda, la electrónica de consumo, los contenidos por streaming y hasta el juego online prosperaron bajo las restricciones sanitarias. Por ejemplo, las ventas de ropa por Internet alcanzaron casi el 10% de todo el negocio online español en ese año, impulsadas por quienes, aun encerrados en casa, seguían comprando vestimenta y complementos desde la pantalla. Las suscripciones a plataformas digitales (Netflix, etc.) crecieron en cuota hasta ser el segundo rubro de comercio electrónico. Y naturalmente, los grandes distribuidores globales como Amazon vieron multiplicada su demanda. Amazon, que ya llevaba años ganando presencia en España, experimentó un volumen de pedidos sin precedentes durante los meses de confinamiento, consolidándose como la opción predilecta frente al comercio local que a menudo estaba cerrado. Sus centros logísticos trabajaron a destajo mientras miles de pequeños comercios de calle echaban la persiana. Este traslado forzoso del consumo hacia lo digital representó, de hecho, una transferencia de ingresos desde muchas pequeñas empresas hacia las grandes corporaciones tecnológicas. No solo Amazon: también supermercados con fuerte capacidad online, empresas de reparto a domicilio, servicios de videoconferencia (Zoom, Microsoft Teams) y fabricantes de hardware (ordenadores, webcams, equipos de redes) hicieron su “agosto” en la pandemia. Las acciones de compañías tecnológicas globales subieron con fuerza en 2020-21, elevando las fortunas de sus propietarios a niveles estratosféricos. Cabe mencionar que los cinco hombres más ricos del mundo duplicaron conjuntamente su patrimonio entre marzo de 2020 y finales de 2021, un dato que refleja cómo la riqueza tech se disparó con la crisis sanitaria. En España, aunque la industria tecnológica local es limitada, empresarios como Amancio Ortega (Inditex) vieron recuperarse el valor de sus participaciones gracias al canal online (las ventas por Internet de Inditex mitigaron el cierre temporal de tiendas físicas). Otro ejemplo es Mercadona, cadena líder de supermercados: en 2020 incrementó sus ventas dado que la gente comía más en casa, y aceleró su plataforma de compra online. Su propietario Juan Roig continuó entre las mayores fortunas de España. En resumen, todo lo digital o adaptado al confinamiento prosperó, engrosando los bolsillos de accionistas en esos sectores.
Junto a las farmacéuticas y tecnológicas, las finanzas globales y los grandes fondos de inversión también hallaron oportunidades en la crisis. Las políticas monetarias ultraexpansivas (tipos de interés en cero, compra de activos por los bancos centrales) generaron un entorno de abundante liquidez. Esto, sumado a la caída de valor de muchas empresas en dificultades, fue terreno fértil para inversores con capital disponible. Fondos de inversión y de capital riesgo internacionales aprovecharon para comprar participaciones en compañías españolas necesitadas de liquidez o para adquirir activos inmobiliarios a precios rebajados. Aunque es difícil cuantificar este fenómeno a corto plazo, se sabe que tras la anterior crisis (2008) fondos extranjeros adquirieron miles de viviendas y propiedades en España; de modo semejante, durante la pandemia algunos “fondos buitre” y grandes inversores entraron en sectores como hoteles, avición o inmuebles aprovechando el desplome temporal. Además, conforme la recuperación asomaba, estos mismos actores financieros se beneficiaron de la revalorización rápida de los activos comprados barato. Los mercados bursátiles españoles recuperaron trillones de capitalización desde los mínimos de marzo 2020 hasta fines de 2021, generando enormes plusvalías en carteras de alto patrimonio. Mientras tanto, los ahorradores medios con perfil conservador obtuvieron rendimientos ínfimos (los depósitos bancarios siguieron casi al 0%). De esta manera, el mundo financiero volvió a desconectarse de la economía real: hubo ganancias de capital para quienes podían invertir en bolsa, aún cuando la actividad productiva tardaba en levantar cabeza.
Finalmente, no se puede ignorar otro gran ámbito de ganadores: las grandes empresas energéticas y de alimentación, especialmente a lo largo de 2021-2022. Si bien al inicio de la pandemia el petróleo y otras energías se hundieron de precio por la falta de demanda, la posterior reactivación económica sumada a problemas de suministro disparó los precios energéticos en 2021, tendencia agravada en 2022 por la guerra en Ucrania. Esto tuvo dos consecuencias: un fuerte aumento de la inflación que perjudicó a los consumidores (gasolina, gas, electricidad y alimentos básicos mucho más caros) y, al mismo tiempo, beneficios récord para las corporaciones de esos sectores. Oxfam reportó que 95 grandes empresas de energía y alimentación a nivel mundial duplicaron con creces sus beneficios en 2022, generando 306.000 millones de dólares en ganancias extraordinarias, de los cuales distribuyeron el 84% (257.000 millones) en dividendos a sus acaudalados accionistas. Este es un claro ejemplo de transferencia de renta desde la mayoría (consumidores obligados a pagar más por la luz, el gas o la comida) hacia una minoría (inversores de las compañías energéticas y alimentarias). En España, empresas eléctricas como Iberdrola o Endesa, petroleras como Repsol, y grandes cadenas alimentarias vieron aumentar sus márgenes en 2021-22. Los altos precios que empobrecían a las familias engordaban los balances corporativos. De nuevo la imagen es la misma: crisis para muchos, fortuna para unos pocos. Esto motivó que el gobierno español –al igual que otros en Europa– aprobase en 2022 impuestos temporales sobre beneficios extraordinarios de energéticas y bancos, intentando recuperar parte de esa riqueza para fines públicos. Pero durante gran parte del período que analizamos, esos “excesos” engrosaron principalmente patrimonios privados.
Concentración del poder económico y transferencia de riqueza
Juntando todas las piezas, se dibuja un fenómeno preocupante: la pandemia actuó como catalizador de la concentración del poder económico en España, acelerando tendencias de desigualdad que venían gestándose. La “transferencia de riqueza” de la que hablamos no significa, claro está, que el dinero haya desaparecido mágicamente de los bolsillos de los pobres para aparecer en las cuentas de los ricos. Más bien alude a que las pérdidas y ganancias de la crisis se repartieron de forma muy desigual, y las políticas públicas no revirtieron del todo ese desequilibrio; en consecuencia, al final del proceso la participación relativa de los pobres en la riqueza del país es menor y la de los ricos, mayor.
Un aspecto clave es la destrucción masiva de pequeñas empresas y autónomos, en contraste con la resiliencia de las grandes corporaciones. España es un país de pymes, y la COVID-19 se cebó especialmente con ellas. Durante los primeros seis meses de pandemia, cerraron más de 207.000 empresas (una de cada seis existentes) y cesaron 323.000 trabajadores autónomos. Lo más llamativo es que el 92% de esas empresas que desaparecieron eran microempresas (menos de 5 empleados). En cambio, solo 222 compañías de más de 100 trabajadores cerraron en ese periodo. La tasa de supervivencia para una microempresa entre enero y septiembre de 2020 fue apenas del 78,5%, mientras que para empresas grandes superó el 98%. Dicho de otro modo, los pequeños negocios resultaron 20 veces más propensos a desaparecer que las grandes empresas durante la pandemia. Esto tiene enormes implicaciones en términos de concentración de mercado. Cada bar de barrio, tienda familiar o pyme industrial que cerró dejó un hueco que en muchos casos fue ocupado (al menos en cuota de ventas) por alguna empresa mayor sobreviviente. Por ejemplo, el cierre de miles de tiendas pequeñas benefició a los supermercados de cadena y al comercio online; la quiebra de hoteles independientes permitió a grandes cadenas ganar cuota turística cuando se reactivó el sector; la desaparición de competidores más débiles en cualquier rubro reforzó la posición de los líderes. En definitiva, los actores económicos grandes salieron relativamente fortalecidos en su posición dominante. Esto es típico en las crisis: los débiles caen, los fuertes resisten e incluso compran barato lo que queda. La consecuencia a largo plazo puede ser menos competencia, más oligopolio y un reparto menos equitativo de las oportunidades de negocio.
La transferencia de riqueza también puede apreciarse en términos de renta y propiedad. Mientras la población general tuvo que consumir ahorros o endeudarse para atravesar la pandemia, el sector acaudalado pudo capitalizar las oportunidades. Muchos pequeños propietarios inmobiliarios, por ejemplo, vieron caer sus ingresos de alquiler o tuvieron que vender propiedades; en cambio, grandes tenedores (socimis, fondos) aprovecharon para ampliar portafolios. Familias comunes liquidaron inversiones para obtener liquidez, justo cuando los mercados estaban bajos; inversores profesionales compraron esas acciones a precios de ganga y luego obtuvieron plusvalías con la recuperación. Incluso en el ámbito de quién recibe ayudas públicas, hay datos interesantes: según un estudio de El Confidencial, el 20% más rico de hogares españoles acaparó alrededor del 30% de las transferencias estatales, mientras el quintil más pobre recibió solo el 12%. Esto se explica porque las ayudas como ERTE o bajas laborales alcanzaron más a empleos formales (donde también hay gente de ingresos medios-altos) que a trabajadores informales muy precarios que quedaron fuera. Así, parte del gasto público de emergencia terminó beneficiando proporcionalmente más a grupos de renta media y alta que a los más pobres, una suerte de paradoja distributiva. No es que esas ayudas estuvieran mal —eran necesarias para sostener empleos dignos—, pero muestran otra arista de cómo el diseño institucional puede dejar atrás a los más vulnerables incluso al intentar protegerlos.
A nivel europeo, la situación española encaja en un patrón más amplio, aunque aquí tuvo ribetes especialmente intensos. La Unión Europea en su conjunto sufrió una fuerte recesión en 2020 (PIB de la eurozona -6,1%) y luego una recuperación parcial en 2021. Se tomaron medidas sin precedentes, como el fondo de recuperación Next Generation EU dotado con 750.000 millones de euros, con énfasis en ayudar a países periféricos como España e Italia a reconstruir sus economías. Estas inversiones deberán a la larga impulsar crecimiento y empleo, pero sus efectos redistributivos inmediatos aún son incipientes. Lo que sí se observó en toda Europa fue un aumento del ahorro privado entre los hogares de renta alta (que gastaron menos durante el confinamiento) y un descenso del ahorro o aumento de deudas en los hogares de renta baja. En España, por ejemplo, las familias más acomodadas acumulaban 45.000 millones de euros adicionales en ahorros en 2021 en plena ola inflacionista, al reducir gastos en viajes u ocio, mientras muchas familias humildes no podían ahorrar nada o incluso tuvieron que pedir préstamos. De nuevo, una brecha que se amplía.
También a escala global se constata esta divergencia. Oxfam Internacional reportó en enero de 2023 que, desde 2020, el 1% más rico del planeta ha acaparado el 63% de la nueva riqueza generada, casi el doble de la que fue a parar al 99% restante. Es una tendencia inédita en las últimas décadas: por primera vez en 25 años, la riqueza extrema creció a la par que la pobreza extrema en el mundo. Aunque Europa tiene mecanismos de protección social más fuertes que otras regiones, no escapó a esa realidad: vimos tanto nuevos milmillonarios surgiendo “cada 30 horas” como millones de personas cayendo en la pobreza a causa de la pandemia. España, con sus peculiaridades, es un ejemplo contundente de esta dinámica de “pobres más pobres y ricos más ricos”.
Conclusiones: lecciones de una crisis desigual
La pandemia de COVID-19 no solo fue una emergencia sanitaria; fue también una prueba de estrés para el tejido socioeconómico de España. Ahora, con la perspectiva que dan estos años, podemos ver con mayor claridad sus efectos en la distribución de la riqueza y el poder. La crisis empobreció a la mayoría –especialmente a los más vulnerables– a la vez que enriqueció a una minoría que supo aprovechar las circunstancias y las reglas del juego económico. Este resultado no era inevitable: fue en parte consecuencia de políticas, o de la ausencia de ciertas políticas, durante el período crítico.
Por el lado positivo, España demostró que un Estado con redes de protección puede evitar una catástrofe humanitaria mayor. Medidas como los ERTE, las ayudas a autónomos, moratorias hipotecarias, el Ingreso Mínimo Vital (aunque de implementación lenta) y otros elementos del escudo social lograron contener una hemorragia que de otro modo habría sido devastadora. Se evitó repetir la austeridad de 2009-2013; al contrario, se gastó lo necesario (a costa de deuda pública) para sostener a millones de personas. Sin ese soporte, la pobreza y el desempleo habrían alcanzado cotas mucho peores. Esta es una lección importante: la política importa, y en este caso sirvió para amortiguar el golpe sobre las clases trabajadoras.
No obstante, la pandemia también desnudó y amplificó las fallas estructurales de nuestro modelo económico. La altísima precariedad laboral, la dependencia de sectores vulnerables (como el turismo masivo), la escasa diversificación productiva y las desigualdades ya existentes actuaron como combustible en el incendio. Los que tenían trabajos precarios o temporales fueron los primeros en caer; los que tenían empleos estables y teletrabajables aguantaron mejor. Los que tenían riqueza acumulada vieron oportunidades donde otros solo veían ruina. En cierto sentido, la COVID-19 pasó factura a una década perdida en la que no se corrigieron esas desigualdades subyacentes. Al contrario, en algunos aspectos la crisis anterior ya había dejado más distancia entre ricos y pobres, y la pandemia vino a acelerarlo.
Esta concentración del poder económico en pocas manos es preocupante por varias razones. Socialmente, porque profundiza la brecha de clases y erosiona la cohesión: una sociedad con un puñado de vencedores y una mayoría estancada o en apuros es caldo de cultivo para el descontento, la polarización y la pérdida de confianza en las instituciones. Económicamente, porque cuando la riqueza se concentra excesivamente, se resiente la demanda agregada (la mayoría tiene menos capacidad de consumo) y puede frenarse el crecimiento a largo plazo; además, mercados dominados por oligopolios tienden a ser menos innovadores y eficientes. Democráticamente, existe el riesgo de que quienes acumulan gran riqueza ejerzan una influencia desproporcionada en las decisiones políticas, sesgando las reglas del juego a su favor y perpetuando el ciclo.
¿Qué se puede hacer ante esto? La experiencia de 2020-2022 ha reavivado debates sobre la necesidad de políticas redistributivas más audaces. Organismos internacionales e iniciativas ciudadanas han propuesto medidas como impuestos a la riqueza y a beneficios extraordinarios, fortalecimiento de los sistemas de protección social, y reformas estructurales para crear economías más resilientes e inclusivas. Oxfam, por ejemplo, abogó por aplicar un gravamen temporal del 5% a los multimillonarios, que a nivel mundial podría recaudar trillones para sacar de la pobreza a millones de personas. En España, el gobierno implementó en 2023 un Impuesto de Solidaridad sobre grandes fortunas millonarias, buscando que quienes más ganaron en la pandemia aporten algo más para paliar sus efectos. Del mismo modo, se impusieron tasas a energéticas y bancos para redistribuir parte de sus ganancias extraordinarias pospandemia. Son pasos en la dirección de corregir el rumbo.
Sin embargo, la tarea es compleja. Revertir la concentración del poder económico requerirá ir más allá de impuestos puntuales. Implica reforzar estructuras que repartan mejor la riqueza desde un inicio: educación de calidad y accesible para igualar oportunidades, políticas laborales que combatan la precariedad (como la reciente reforma que limita la temporalidad), apoyo decidido a las pymes y emprendedores para que puedan competir con gigantes, y una apuesta por sectores productivos de alto valor añadido que generen empleos dignos. Asimismo, se necesita transparencia y regulación para que las grandes empresas aporten lo justo y no eludan responsabilidades (por ejemplo, cerrando resquicios de evasión fiscal, supervisando la competencia efectiva en mercados clave, etc.).
La pandemia, en última instancia, fue un espejo que nos mostró nuestras fortalezas y debilidades como sociedad. Sacó a la luz lo mejor (solidaridad vecinal, sanitarios entregados, Estado protector) y lo peor (desigualdades, avaricia de algunos, fragilidad de nuestro modelo económico). De nosotros depende que las lecciones aprendidas se traduzcan en cambios reales. Si algo queda claro tras este periodo es que no todos estábamos en el mismo barco, aunque enfrentáramos la misma tormenta: algunos navegaron el temporal en yates de lujo, mientras otros se aferraban a salvavidas averiados. Reducir esas diferencias debe ser una prioridad en la España post-COVID. Solo así, ante futuras crisis, evitaremos repetir la historia de una mayoría pagándolas mientras una minoría sale de rositas o incluso fortalecida. La construcción de una economía más justa y resiliente pasa por distribuir mejor riesgos y recompensas, de modo que nunca más una calamidad colectiva enriquezca únicamente a unos pocos a costa del bienestar de la mayoría.
Referencias:
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