Durante la denominada pandemia de COVID-19, el mundo científico vivió una carrera contrarreloj. La velocidad con la que se desarrollaron, probaron y aprobaron las llamadas vacunas fue inaudito. Sin embargo, esa velocidad también dejó grietas en los fundamentos de la investigación biomédica, y una de las más controvertidas es la omisión de ensayos clínicos controlados con placebo en etapas clave del desarrollo de vacunas, especialmente en versiones actualizadas como la mNEXSPIKE de Moderna.
En medicina, los ensayos clínicos controlados con placebo no son solo una formalidad metodológica: son el estándar que permite distinguir entre lo que funciona realmente y lo que podría ser simplemente efecto del azar, la sugestión o factores externos. Permiten, además, detectar efectos adversos que podrían pasar desapercibidos en estudios comparativos menos rigurosos.
Los ensayos con placebo son incómodos, costosos y, en tiempos de crisis, políticamente difíciles de justificar. Pero su función es vital: sin ellos, la ciencia se acerca peligrosamente al terreno de la conjetura. Es cierto que los primeros ensayos de vacunas COVID-19, como los de Pfizer y Moderna en 2020, sí incluyeron grupos placebo. Pero una vez aprobadas las primeras fórmulas, muchos ensayos posteriores abandonaron este enfoque.
La justificación de los reguladores como la FDA para omitir placebos en nuevas versiones se centra en que supuestamente ya existen vacunas aprobadas y eficaces, lo que hace “inmoral” negar protección a voluntarios asignándoles un placebo. Por eso, las nuevas vacunas son evaluadas por comparación con versiones previas, en lugar de con un grupo que no reciba tratamiento alguno.
Este razonamiento plantea un problema epistemológico: evaluar si algo “no es peor” que otra cosa no permite saber si en verdad aporta un beneficio neto, sobre todo en un escenario en el que la inmunidad natural, infecciones previas y variantes del virus modifican el riesgo individual.
Sin un grupo placebo, no es posible medir el efecto absoluto del nuevo producto: ¿previene realmente la enfermedad o simplemente no es peor que una vacuna cuya eficacia ya ha disminuido con el tiempo? Esta distinción es clave, y omitirla debilita la solidez del conocimiento generado.
Se ha dicho que administrar un placebo cuando hay vacunas disponibles es éticamente inaceptable. Sin embargo, esa es una visión parcial del debate bioético. El consentimiento informado, la selección adecuada de voluntarios de bajo riesgo y la vigilancia médica rigurosa son elementos que pueden justificar el uso de placebos, siempre que el objetivo sea obtener datos realmente fiables.
Omitir el placebo puede parecer una medida compasiva, pero también puede ser una decisión conveniente para los fabricantes y los gobiernos que buscan aprobación rápida y evitar controversias. Esto es especialmente preocupante cuando se trata de productos nuevos, basados en tecnologías emergentes como el ARN mensajero, que podrían tener efectos a largo plazo aún no bien caracterizados.
La consecuencia no intencionada (o quizás subestimada) de evitar ensayos con placebo es la erosión de la confianza ciudadana. En un momento en el que la desinformación abunda, ofrecer datos poco claros o poco robustos solo alimenta el escepticismo.
Cuando una vacuna es aprobada sin los controles tradicionales, y cuando los reguladores parecen ceder ante la presión política o corporativa, el mensaje que llega al público no es de innovación, sino de improvisación. La ciencia no solo debe ser eficaz: debe parecer honesta, rigurosa y transparente. De lo contrario, su autoridad se resquebraja.
Al final, la omisión de los ensayos con placebo durante la fase posinicial de las vacunas COVID-19 parece menos una necesidad ética que una renuncia estratégica. Se privilegió la velocidad, la aceptación social y la continuidad comercial por encima de la búsqueda rigurosa del conocimiento.
El dilema, por tanto, no es tanto entre ética y ciencia, sino entre pragmatismo y profundidad científica. ¿Queremos avanzar rápido o avanzar con certeza? En tiempos de crisis, esa pregunta es difícil de responder. Pero si algo nos enseñó la pandemia es que la confianza pública es tan vital como cualquier vacuna, y solo se construye con verdad, incluso cuando es incómoda.