Otra simulación de pandemia. Otro discurso sobre “preparación” y “cooperación internacional”. Pero cada vez más personas se están haciendo la misma pregunta: ¿Qué hay realmente detrás del Ejercicio Polaris, la reciente puesta en escena organizada por la OMS con más de 15 países y 20 agencias de salud?
La narrativa oficial es tan pulida como predecible. Se trata de probar la capacidad de respuesta global ante futuras pandemias, reforzar redes de colaboración y asegurar una reacción rápida y eficaz. Todo suena razonable. Hasta que se rasca un poco la superficie.
Porque Polaris no es un simple simulacro. Es un paso más en la consolidación de un modelo centralizado de control sanitario, donde una élite no electa define qué es una emergencia, quién debe obedecer y qué medidas se aplican, sin importar las consecuencias sociales, económicas o incluso éticas.
Las similitudes con el ya famoso Event 201 —la simulación que se llevó a cabo justo antes de la pandemia de COVID-19— son imposibles de ignorar. Aquel ensayo “casualmente” anticipó con detalle lo que luego sucedería. ¿Y ahora? Polaris parece seguir el mismo libreto. ¿Se están preparando para lo inevitable o preparando lo inevitable?
Cuando una organización como la OMS reúne a gobiernos y agencias internacionales para ensayar pandemias y testear mecanismos de respuesta, el foco ya no está solo en la salud. Está en cómo se justifica la vigilancia masiva, la centralización de decisiones y la normalización de restricciones en nombre del “bien común”.
Polaris también pone a prueba el funcionamiento del Cuerpo Global de Emergencias Sanitarias (GHEC). Suena técnico, burocrático, casi inofensivo. Pero en la práctica, significa lo siguiente: una estructura supranacional capaz de tomar las riendas cuando se declara una pandemia. ¿Y quién decide cuándo comienza una pandemia? Exacto: la OMS.
Ese nivel de control plantea dudas legítimas. Porque en el mismo paquete vienen las “vacunas salvadoras” desarrolladas a toda velocidad, la presión por adoptar tecnologías de rastreo, los pasaportes sanitarios y, en paralelo, el silenciamiento de toda voz crítica. Todo en nombre de una protección que nadie pidió en esos términos.
Además, ¿alguien se ha detenido a analizar los intereses que giran alrededor de estos simulacros? ¿Quién financia? ¿Quién gana? La OMS mantiene relaciones estrechas con actores como la Fundación Gates y grandes farmacéuticas, cuyos intereses no son precisamente filantrópicos. Cuesta creer que una entidad con tantos conflictos de interés sea la guía neutral que el mundo necesita.
Mientras el director de la OMS, Tedros Adhanom, repite frases sobre “cooperación global” y “resiliencia”, omite mencionar algo fundamental: la erosión de la soberanía sanitaria de los países. Porque una cosa es colaborar, y otra muy distinta es obedecer a un organismo que no rinde cuentas ante nadie.
¿Dónde quedó la ciencia independiente? ¿Dónde está la discusión pública? ¿Quién decide qué tratamientos son válidos, qué vacunas son obligatorias, qué medidas son “científicamente correctas”? Si todo se decide en oficinas cerradas, entre burócratas globales y tecnócratas financiados por gigantes corporativos, la salud deja de ser un derecho y se convierte en una herramienta de control.
Polaris no es solo un simulacro. Es una declaración de intenciones. No se trata de imaginar futuros escenarios de riesgo, sino de ensayar la obediencia, de probar qué tan rápido y hasta qué punto las sociedades están dispuestas a ceder libertades ante el miedo.
Y mientras no se exijan respuestas claras, mientras la OMS siga actuando como juez, parte y ejecutor, estos ejercicios seguirán viéndose como lo que parecen: un ensayo general del control total.