Byung-Chul Han advierte que la sociedad neoliberal actual ya no funciona mediante la coacción clásica, sino a través de un “poder positivo” que seduce al individuo hacia la autoexplotación. Según Han, en el totalitarismo psicopolítico el sistema económico ha sido internalizado en la subjetividad: “el psique es la nueva fuerza productiva” y el sujeto adopta un proyecto de sí mismo hiperactivo y competitivo. Este nuevo poder promete libertad y rendimiento ilimitado, pero produce “explotación posible sin dominio” porque va unida al sentimiento de libertad. Bajo este paradigma, la represión tradicional de la sociedad disciplinaria cede paso a la autoexplotación voluntaria y a la autooptimización continua. Según Han, “la represión a cargo de otros deja paso a la depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria… En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo contra sí mismo.”.
“La psicopolítica… es la nueva estrategia del poder del neoliberalismo, porque el psique es la nueva fuerza productiva. […] El sistema neoliberal ha sido internalizado hasta el punto de que ya no necesita coerción externa para existir”.
La pandemia de COVID-19 actuó como catalizador de estos mecanismos. El confinamiento y la urgencia sanitaria reconfiguraron la psicopolítica del miedo: el enemigo invisible del virus revive el antiguo paradigma inmunológico, mientras se mantiene la lógica productiva neoliberal. Han destaca que el pánico social ante el virus fue desproporcionado. Este temor extremo llevó a erigir nuevos “umbrales inmunológicos” (cierres de fronteras, cuarentenas) en una sociedad que antes vivía sin enemigo externo. Sin embargo, hay otra razón: en la era digital la realidad vivida se encuentra mediatizada por algoritmos. Han explica que “la digitalización… suprime la negatividad de la resistencia”, generando apatía hacia la realidad; de pronto el virus real provoca conmoción porque rompe la burbuja virtual de un mundo sin fricciones. En suma, la pandemia revela cómo el neoliberalismo utiliza el miedo y la crisis como pretexto para instaurar un control más sutil y permanente.
Durante la pandemia se usaron masivamente tecnologías de vigilancia que ejemplifican la psicopolítica. Países como Corea, Taiwán o Singapur implementaron apps de trazabilidad de contactos y sistemas de crédito social que rasgan cualquier esfera privada. Han describe cómo en Corea una “Corona-app” alerta a cualquier persona que se aproxime a un edificio donde estuvo un infectado. Todos los movimientos de los contagiados se graban con GPS y cámaras, generando perfiles de movilidad detallados. Como señala Han, “es prácticamente imposible moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de vídeo”, y la privacidad pasa a un segundo plano. En China, se introdujo un sistema de puntaje social aún más estricto: cada clic y compra en línea se controla por las autoridades, con intercambio irrestricto de datos entre empresas y gobierno.
“Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe… una señal de alarma. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. Es prácticamente imposible moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de vídeo.”
En general, la obsesión sanitocrática reforzó la cultura de la transparencia digital. Como observa Han, las sociedades asiáticas carecen de conciencia crítica hacia la vigilancia masiva; consideran que el “big data salva vidas”. En Occidente surgió un discurso tecnocrático similar: el uso de aplicaciones de rastreo y pasaportes sanitarios fue presentado como “científico” o “necesario” para la libertad futura. Sin embargo, estos instrumentos actúan como sistemas de control: el pasaporte COVID o los QR de movilidad clasifican a las personas según su riesgo, decidiendo quién puede moverse o trabajar. Aunque tales herramientas apelan a la responsabilidad individual, en realidad institucionalizan la vigilancia permanente. La difusión urgente de apps como RadarCOVID (España) o CoronApp (Colombia) ilustra cómo la psicopolítica transforma la gestión de la salud en una obsesión por los datos personales. La promesa de protección colectiva oculta que se está construyendo un panóptico digital global, donde el Estado ejerce un poder seductor e inteligente y los ciudadanos aprenden a autocontrolarse.
Han subraya que en la sociedad del rendimiento actual el motor del poder ya no es la prohibición, sino la excesiva positividad: estímulos para la felicidad y el éxito que enmascaran la explotación. Este año han copado el discurso políticas afectivas y de gratitud: médicos saliendo a balcones para aplaudir, ciudadanos aludidos por su “responsabilidad social”, tecnócratas ensalzando la ciencia. Pero tras esa fachada benevolente, Han advierte que “en la sobreabundancia de lo idéntico… [el exceso de afabilidad] no crea anticuerpos, no genera rechazo ni negatividad”. La insistencia en la transparencia y la bondad pública produce una sociedad sin tensión: el “otro” peligroso es expulsado, convirtiendo la pluralidad en conformidad. En efecto, “la transparencia, que parece voluntaria, resulta ser obligatoria” La exigencia de total rendición informativa –desde revelar el estado de salud hasta compartir microhistorias en redes– genera un control constante: las lagunas de información devienen sospechosas.
“En la sociedad del rendimiento se ha pasado de la opacidad y el secreto… a la transparencia de un mundo donde lo otro ha sido transmutado en accesible y cercano. […] De allí que Han insista… que la transparencia, que parece voluntaria, resulta ser obligatoria.”
El manejo del miedo acompaña este proceso. El poder psicopolítico no impone únicamente por la fuerza, sino apelando al afecto y la culpa. Como señala un analista, la apelación a la “gratitud” y el deber cívico (e incluso la culpa por infectar a otros) reemplaza gradualmente la coacción física. Bajo pretextos humanitarios, la población consiente medidas severas: aislamiento prolongado, cierres de negocios y censura de discursos disidentes (control de “fake news”). Estas medidas usan el miedo al contagio para legitimar un régimen tecnocrático: como anota Han, ante la “pandemia posfáctica” la crisis se convierte en oportuno momento para implantar nuevas normas de gobierno. En suma, la pandemia intensificó condiciones de un “nuevo totalitarismo” suave pero omnipresente, donde el ciudadano vive con la libertad vigilada y regulada, mientras se auto-motiva hacia el rendimiento y la conformidad.
En síntesis, el COVID-19 no implantó un Estado policial clásico ni un régimen de coerción masiva al estilo decimonónico. En cambio, como anticipó Han, destacó el poder de la autovigilancia y la gestión neoliberal de la subjetividad. El resultado fue un totalitarismo posmoderno: sin muros visibles, pero con algoritmos que modelan deseos, opiniones y cuerpos en nombre de la salud y la eficiencia. La pandemia expuso cómo el miedo y la ciencia se combinaron para naturalizar la vigilancia y la transparencia obligatoria. Aunque nadie obligó a la gente a encender continuamente cámaras ni a gobernarse por un puntaje sanitario, muchos asumieron esas prácticas como parte de su libertad responsable. Han concluye que, en esta nueva época, los peligros ya no vienen sólo de enemigos externos, sino del “exceso de positividad”: hiperproducción, hipercomunicación y el agotamiento psicológico resultante Entender esta transición es clave para pensar críticamente cómo resistir un control que no grita, sino que susurra promesas de bienestar mientras nos esclaviza desde dentro.