En el cruce entre el mundo corporativo, la política y los medios, se encuentra una red tenaz de centros de pensamiento, fundaciones y redes filantrópicas globales cuya influencia se ejerce sin necesidad de urnas ni fusiles: operan como una máquina precisa de afinación del consenso. No siempre actúan en la sombra: muchos gozan de prestigio académico, cuentan con expertos solapados y aparecen citados en medios “de referencia”. Pero su poder reside precisamente en esa apariencia de neutralidad, que les permite legitimar narrativas interesadas, educar élites ad hoc y empujar legislaciones, todo mientras el ciudadano permanece ajeno al mecanismo.
Tomemos el Atlantic Council. A pesar de presentarse como “un foro de diálogo transatlántico”, su financiación revela su dependencia del complejo militar-industrial: conoce a donantes como Lockheed Martin, Raytheon, Northrop Grumman, el Departamento de Estado, o la OTAN . Su estructura de gobernanza —incluyendo procesos de revisión específicos para donaciones gubernamentales o estatales— demuestra que, aunque la organización se declare “neutral”, está profundamente involucrada en consolidar posiciones atlantistas, en promocionar misiones militares (desde Libia a Ucrania) y en influir decisiones de grandes tecnológicas, como su acuerdo con Facebook en 2018 para detectar “comportamientos inauténticos” .
Y ahí está la trampa: un informe del Atlantic Council es presentado en medios como análisis riguroso, cuando en realidad es la versión amplificada de lo que sus grandes financiadores desean imponer.
El entramado se completa con gigantes filantrópicos. Las Open Society Foundations (basadas en George Soros) han canalizado más de 30.000 millones de dólares en tres décadas para promover políticas de derechos humanos, reformas judiciales, cambio climático, migración y género. Su modus operandi es formar redes locales, dotarlas con fondos y visibilidad, y defender un programa ideológico global. En Europa del Este o Latinoamérica, han intervenido directamente en constituciones, medios y movimientos sociales. Aunque sus críticos sostienen que esa intervención equivale a una forma blanda de ingeniería política, la narrativa oficial sigue presentándolas como defensoras del pluralismo.
Otros centros, apenas reconocidos, actúan igual de eficazmente. La Carnegie Endowment for International Peace, con centros en Washington, Bruselas, Pekín, Delhi o Beirut, se define como promotora del “diálogo multilateral” . Pero su agenda incluye temas recurrentes: contención de potencias, liberalización del comercio, tecnonormas favorables al imperialismo occidental y tácticas contra lo que llaman “influencia autoritaria” . Cada salida de Carnegie actúa como catalizadora para que los medios repitan sus ideas y los parlamentos legislen sin reparo.
Aún más revelador resulta el impacto de estas organizaciones en la opinión pública. Un informe del Quincy Institute reveló que, en medios estadounidenses, el 85 % de las referencias a think tanks en debates sobre armas y la guerra de Ucrania provenían de entidades vinculadas a la industria militar. Además, casi ninguna de esas organizaciones era transparente acerca del origen de sus fondos —algo que no es casual: no hay obligación legal de hacerlo. El resultado: discurso monolítico con apariencia plural, conflicto de intereses escondido y políticas que benefician directamente a sus financiadores sin que el público lo perciba.
La fiscalización es casi inexistente. Transparify, una ONG vinculada a Open Society, publicó hace años que menos de la mitad de los 20 principales think tanks estadounidenses revelaban sus financiadores. En Europa, mecanismos similares gozan de menor seguimiento mediático, y en muchos casos el dinero proviene de gobiernos, embajadas, sectores privados y fundaciones como Rockefeller, Ford o Gates. Todos ellos suman una red interconectada que orienta la agenda global sobre cambio climático, inteligencia artificial, salud pública, geopolítica y derechos sociales.
Este poder blando va más allá de influir en informes o conferencias. Consiste en formar a las generaciones futuras. El Atlantic Council, Carnegie o OSF financian becas, residencias, másteres, programas de trainee para altos cargos públicos, periodistas y académicos. Quien pase por ellos, tendrá un marco implícito: libertad económica, liberalismo cultural, intervención humanitaria… todo dentro del guion aceptable. Esto, unido a su defensa de “fuentes fiables” en plataformas digitales y su participación en censuras contra ideas disidentes, demuestra que ya no solo legislan sobre lo que piensas, sino también sobre quién puedes ser.
El trasfondo de esta red de instituciones es un concepto: manufactura del consenso. No importa si son aplicaciones de IA, vacunas, leyes sobre identidad, sanciones económicas. Antes de que exista la ley, ya existe el relato. Y ese relato es preparado en laboratorios de ideas con dinero oculto tras legitimidad académica. Cuando sale en podcast, periódico o tweet, parece surgir del debate público. Pero está preformateado, calibrado, aprobado. ¿Qué pasa si alguien discrepa? Se le etiqueta, se le aislado, se le neutraliza. No destruyen al disidente; lo aplastan con olvido y desprecio.
En última instancia, se trata de un desafío a la democracia real. Porque una democracia sin información libre es una democracia sin base. Y cuando las élites del conocimiento están hechas por y para otras élites sin control ciudadano, la soberanía queda convertida en un simulacro. No hace falta coronas ni tanques. Solo ideas bien financiadas, bien disimuladas, bien integradas. Por eso, entender el poder blando no es una opción intelectual: es una condición política.