La instrumentalización de la ciencia como dogma y el nuevo paradigma del control sanitario total

La pandemia de COVID-19 ha sido, sin duda, uno de los acontecimientos más transformadores del siglo XXI. Más allá de sus efectos sanitarios inmediatos, lo que verdaderamente ha marcado un punto de inflexión en la historia reciente es el modo en que los Estados, apoyados por organismos internacionales y corporaciones tecnológicas, han asumido la gestión integral de la vida humana bajo el pretexto de proteger la salud pública. Este nuevo modelo de poder no se limita a medidas coyunturales de emergencia. Representa un cambio de paradigma: el surgimiento de un orden político donde la biología se convierte en el fundamento último de la autoridad. A este fenómeno, que ha ido consolidándose silenciosamente, podríamos denominarlo bioestatismo.

El término bioestatismo designa una modalidad de gobierno que subordina la política a los imperativos de la biomedicina y convierte a la ciudadanía en un objeto de intervención técnica. En este marco, el Estado no gobierna a los ciudadanos como sujetos políticos, sino como cuerpos biológicos que deben ser protegidos, gestionados, trazados, vacunados y, si es necesario, confinados. Esta transformación no es meramente administrativa o sanitaria: es profundamente ideológica. La ciencia, que hasta hace poco era uno de los múltiples instrumentos al servicio del bien común, ha sido elevada al rango de dogma incuestionable. Ya no se trata de debatir evidencias, contrastar hipótesis o aplicar principios de proporcionalidad. Se trata de obedecer al “consenso científico”, aunque éste sea impuesto, mutable o contaminado por intereses ajenos al conocimiento puro.

Durante la crisis del COVID-19, vimos cómo se desdibujaban las fronteras entre política y ciencia, entre derecho y biología, entre salud y moral. Se instauró una forma de gobierno en la que las decisiones no se justificaban por principios constitucionales o consideraciones sociales, sino por “protocolos científicos” cuyo contenido estaba vedado a la discusión pública. Esta es, precisamente, la esencia del bioestatismo: el desplazamiento de la soberanía popular por el imperativo técnico-sanitario.

Esta lógica se tradujo en la suspensión de derechos fundamentales con una facilidad alarmante. La libertad de movimiento, el derecho a reunión, la privacidad médica, la autonomía corporal, el derecho a trabajar o a estudiar de forma presencial fueron cercenados sin un verdadero debate democrático. Se decretaron confinamientos masivos de personas sanas, se impusieron mascarillas incluso en espacios abiertos, se obligó a vacunarse a millones de personas bajo amenaza de perder su empleo, y se implementaron pasaportes sanitarios que dividieron a la sociedad entre “aptos” e “inaptos”. Todo ello se hizo en nombre de una ciencia que, lejos de presentarse como un campo abierto al cuestionamiento, se convirtió en una nueva teología laica.

El fenómeno fue ampliamente analizado desde la filosofía política, particularmente desde la obra de autores como Michel Foucault, quien introdujo el concepto de biopolítica para referirse a la forma en que los Estados modernos gestionan la vida de las poblaciones a través de dispositivos disciplinarios y normativos. Pero lo que hemos presenciado desde 2020 supera incluso esa formulación: ya no se trata sólo de gestionar la vida, sino de reconfigurar el orden social entero a partir de un único valor supremo: la salud. En ese contexto, el miedo al contagio, la muerte o la enfermedad reemplaza al miedo tradicional al enemigo político o al delincuente. El nuevo enemigo es invisible, y está en todas partes: en el aire, en el vecino, en uno mismo. Esta mutación del poder es sutil pero devastadora, porque convierte la obediencia en virtud, y la duda en delito.

Así nació la figura del “ciudadano sanitariamente responsable”, cuyo deber principal no es ya votar, deliberar, contribuir al bien común o ejercer sus derechos, sino someterse a las indicaciones médicas oficiales, vacunarse según el calendario fijado, portar mascarilla como símbolo de civismo y abstenerse de críticas que puedan “desinformar” o “poner en riesgo a otros”. La salud dejó de ser un derecho para convertirse en una obligación moral. Y cualquier desviación de ese nuevo mandamiento fue perseguida con dureza: censura en redes sociales, despidos laborales, cierre de cuentas, campañas de difamación, procesos judiciales. El Estado se volvió médico. El médico, policía. Y el ciudadano, paciente crónico sin derecho a segunda opinión.

Este nuevo modelo de control no podría haber funcionado sin la complicidad de los medios de comunicación, que se convirtieron en agentes de propaganda en lugar de fiscalizadores del poder. Recurriendo a gráficos alarmistas, cifras descontextualizadas y expertos cuidadosamente seleccionados, construyeron un clima de pánico sostenido que permitió justificar lo injustificable. Tampoco habría sido posible sin la tecnología: algoritmos de censura, aplicaciones de rastreo, pasaportes digitales, plataformas que penalizaban contenidos disidentes. La pandemia sirvió como ensayo general para una forma de gobernanza digital-epidemiológica que podría implantarse en otros ámbitos: cambio climático, ciberseguridad, nutrición, vigilancia de la opinión pública.

Lo más perverso del bioestatismo no es su capacidad de coerción externa, sino su internalización subjetiva. Muchas de las medidas más represivas fueron aceptadas —incluso exigidas— por buena parte de la población, convencida de que obedecer era sinónimo de proteger, de que el sacrificio de derechos era una forma de solidaridad. El resultado es una ciudadanía dócil, fragmentada, dependiente de autorizaciones externas para actuar. Una ciudadanía desactivada políticamente y convertida en masa biológica gestionada algorítmicamente.

Pero la ciencia, en su esencia más noble, no puede ser un instrumento de dominación. La ciencia es duda, hipótesis, falsación, controversia. No hay ciencia sin libertad, y no hay libertad si la ciencia se impone como religión de Estado. Convertir a la ciencia en dogma es traicionar su esencia. Y utilizarla como coartada para la supresión de derechos es una forma de totalitarismo tecnocrático.

Por eso, frente al avance del bioestatismo, es urgente recuperar la distinción entre ciencia y política, entre salud y moral, entre precaución y represión. Necesitamos un nuevo contrato social en el que la ciencia sea guía, no látigo. En el que los ciudadanos puedan disentir sin ser estigmatizados. En el que la salud no sea la excusa para sacrificar la libertad, sino su aliada en la construcción de una sociedad más justa, plural y humana.

Porque si el cuerpo es el nuevo territorio del poder, entonces la defensa de nuestras libertades empieza por reclamar el derecho a decidir sobre nuestro propio cuerpo, sobre nuestra información, sobre nuestras vidas. Y eso implica desafiar la obediencia civil cuando se convierte en sumisión acrítica, en nombre de una ciencia que, si no se somete también al escrutinio ciudadano, deja de ser conocimiento para convertirse en instrumento de control.