A lo largo de la historia, el miedo ha sido uno de los dispositivos más poderosos para ejercer el control sobre los pueblos. Se trata de una emoción primaria, ancestral, que activa mecanismos de supervivencia profundos y que, bien gestionada, permite orientar conductas, inhibir la crítica y justificar lo excepcional como necesario. En las democracias modernas, donde la represión explícita ha sido sustituida por formas más sutiles de poder, el miedo ya no se impone a través del castigo físico, sino que se administra, se diseña, se dosifica. La pandemia de COVID-19 ofreció una oportunidad sin precedentes para observar este fenómeno en su forma más perfeccionada: la conversión de la seguridad sanitaria en una excusa legítima para instaurar un régimen de ingeniería emocional sostenida.
Durante la pandemia, las autoridades sanitarias, los gobiernos y los grandes medios de comunicación no solo informaron, sino que construyeron un clima emocional que impregnó todos los ámbitos de la vida cotidiana. El ciudadano ya no era simplemente un receptor de normas, sino un objeto emocional sometido a una narrativa de peligro permanente. La amenaza no estaba fuera, en un enemigo identificable, sino en todas partes: en el aire, en los otros, en uno mismo. Las campañas institucionales utilizaron imágenes de morgues, hospitales colapsados, respiradores, ataúdes, y apelaron sistemáticamente a la culpa, la angustia y la responsabilidad afectiva. Si salías a la calle, podías matar a tu abuelo; si dudabas, eras cómplice de la muerte de otros. El miedo se convirtió en una forma de pertenencia cívica.
Este fenómeno no surgió de forma espontánea ni obedecía exclusivamente a una lógica sanitaria. Fue el resultado de una estrategia profundamente racionalizada, apoyada en disciplinas como la psicología conductual, la neurociencia y el marketing emocional. Equipos especializados —como el Behavioural Insights Team del Reino Unido— trabajaron directamente con los gobiernos para aplicar tácticas de modificación del comportamiento, conocidas como “nudges”, es decir, pequeños empujones emocionales que inducen a tomar decisiones sin que el sujeto lo perciba como imposición. La pandemia fue el laboratorio ideal para aplicar estas técnicas a escala masiva.
En este nuevo marco, el miedo dejó de ser una respuesta y se convirtió en un instrumento de gobierno. Se cultivó, se amplificó, se utilizó como recurso para legitimar medidas que, en otro contexto, habrían sido impensables: confinamientos prolongados, suspensión de derechos constitucionales, toques de queda, restricciones de movilidad, imposición de mascarillas, pasaportes sanitarios, vigilancia digital. Se instauró una especie de estado de excepción emocional en el que cualquier crítica era interpretada como irresponsabilidad, y cualquier duda como amenaza colectiva. El ciudadano dejó de ser sujeto de derechos para convertirse en paciente crónico de una política terapéutica obligatoria.
Este fenómeno tiene raíces profundas en lo que Michel Foucault denominó “biopolítica”: la gestión del poder sobre la vida misma, la intervención del Estado no solo sobre los actos, sino sobre los cuerpos, las emociones y las condiciones de existencia. Pero lo que hemos vivido trasciende incluso esa categoría. No se trató solo de controlar la vida, sino de colonizar el alma. El miedo se infiltró en la intimidad, en los vínculos, en la percepción del otro. Lo político se desdibujó ante lo biológico. La sospecha se convirtió en norma. El cuerpo del otro ya no era un interlocutor político, sino un vector de contagio. El espacio público fue sustituido por el aislamiento. La conversación por la consigna. La racionalidad por la obediencia emocional.
La nueva figura del ciudadano obediente no se definía por su capacidad de deliberación, sino por su nivel de adhesión emocional a las directrices sanitarias. Se aplaudía desde los balcones a quienes cumplían, y se señalaba a los que cuestionaban. Se naturalizó el control, se celebró la vigilancia, se aplaudió la censura. Las redes sociales se convirtieron en trincheras ideológicas donde se cancelaban voces críticas con argumentos morales, no racionales. La ciencia, lejos de ser espacio de debate y falsabilidad, fue erigida en dogma. La consigna “confía en la ciencia” dejó de ser una exhortación a la búsqueda del conocimiento para convertirse en una orden, en un silenciador de cualquier perspectiva disidente.
Lo más inquietante es que esta forma de gobernar no se presenta como autoritaria, sino como empática. No ordena, sino que persuade. No golpea, sino que protege. Se presenta como gestión del cuidado, pero su lógica es la del control. El resultado es una ciudadanía infantilizada, dependiente del permiso institucional para actuar, hablar, reunirse o incluso respirar sin restricciones. La política del miedo no anula al ciudadano de manera frontal: lo redefine desde sus emociones. Lo convierte en colaborador activo de su propia sujeción. Le hace creer que someterse es proteger, que callar es contribuir, que aislarse es cuidar.
Este modelo no se detiene con la pandemia. Se proyecta hacia otras esferas: el cambio climático, las crisis energéticas, las amenazas digitales. Cada nuevo desafío es presentado como una emergencia absoluta que requiere sacrificios inmediatos, decisiones unilaterales, suspensión de derechos y adhesión emocional incondicional. La ingeniería emocional no es un episodio coyuntural, es una nueva forma de gobernanza. Se trata de un régimen basado no en la razón ilustrada, sino en la administración tecnocrática de los afectos colectivos.
Ante esta realidad, la tarea no es negar la existencia de peligros reales, ni deslegitimar la necesidad de respuestas coordinadas ante las crisis. Lo urgente es recuperar el derecho a vivir sin miedo como condición política de la libertad. La salud es un valor fundamental, pero no puede convertirse en el único criterio de organización social. La vida no es solo biológica: es cultural, afectiva, política, espiritual. Una sociedad que lo sacrifica todo en nombre de la salud, acaba perdiendo también su capacidad de vivir plenamente. No hay democracia sin coraje. No hay pensamiento crítico sin serenidad. Y no hay libertad si el miedo se convierte en norma.
Pero si la biopolítica se ocupa del cuerpo, la psicopolítica —concepto desarrollado por Byung-Chul Han— va un paso más allá: se dirige a la mente, a la interioridad, al aparato psicoemocional del individuo. La psicopolítica no necesita obligar: sugiere, estimula, condiciona. Se sirve de datos, inteligencia artificial, marketing conductual y algoritmos para anticiparse a las reacciones del ciudadano y moldearlas antes de que ocurran.
Uno de los mecanismos más estudiados de este tipo de manipulación emocional es el nudge (empujón sutil), término acuñado por Richard Thaler y Cass Sunstein. Se trata de diseñar entornos (físicos, digitales, simbólicos) que “empujen” a las personas a tomar determinadas decisiones sin darse cuenta. Aplicado a la pandemia, esto incluyó campañas de miedo cuidadosamente calibradas: imágenes de cadáveres en televisión, tonos de alarma roja en gráficos, lenguaje de guerra (“el virus es el enemigo”, “salvar vidas”), y un bombardeo emocional constante que activaba el sistema límbico, inhibía el pensamiento crítico y generaba ansiedad colectiva.
Naomi Klein, en su obra La doctrina del shock, ya había advertido que las crisis —desastres naturales, atentados, pandemias— son aprovechadas para implementar medidas impopulares sin oposición. A esto se suma ahora una nueva dimensión: la gobernanza emocional, donde el objetivo ya no es solo aprovechar la crisis, sino prolongarla emocionalmente para facilitar el gobierno por el miedo.
El ciudadano postpandémico es vulnerable, ansioso, dependiente de autorizaciones externas y noticias oficiales para entender el mundo. Vive en una realidad mediada emocionalmente, donde las emociones inducidas (ansiedad, culpa, temor, obediencia) sustituyen al juicio racional. Esta ciudadanía emocionalmente gestionada acepta con naturalidad aplicaciones de rastreo, pasaportes sanitarios, monitoreo digital y nuevas formas de control con la esperanza de sentirse “a salvo”.
Frente a la expansión del bioestatismo emocional, urge reivindicar la responsabilidad emocional ciudadana: la capacidad de discernir entre cuidado y coerción, entre protección y dominación, entre solidaridad auténtica y obediencia inducida. Recuperar la libertad implica también reapropiarse del cuerpo, de los afectos, del derecho a decir no cuando el miedo se impone como verdad incuestionable. Porque el miedo puede ser necesario en un instante, pero jamás debe ser permanente. Y gobernar a través del miedo, aunque se disfrace de salud pública, sigue siendo una forma de tiranía.