El uso del término “negacionista” se utiliza como una etiqueta para silenciar el disenso

Titular del diario El Mundo: “Un profesor hace un alegato negacionista en el Congreso”: “No son verdaderas vacunas” Indican: “a ocurrido en el Congreso de los Diputados. El invitado es el profesor Joan-Ramon Laporte Roselló, de la UAB y participa en la Comisión de Investigación sobre la gestión de las vacunas y el Plan de Vacunación.”

En los últimos años, la palabra negacionista ha experimentado una expansión vertiginosa en el lenguaje mediático, tanto en prensa tradicional como en redes sociales. Nacida en el contexto de la negación del Holocausto,  hoy se aplica a una multiplicidad de situaciones. Se ha convertido en una herramienta retórica habitual, una especie de comodín con el que los medios y muchos usuarios digitales deslegitiman posturas que cuestionan los consensos dominantes en materia de salud, medioambiente o políticas de identidad.

Durante la pandemia de COVID-19, por ejemplo, el término negacionista se convirtió en sinónimo de “antivacunas”, sin matices. Quienes mostraban dudas legítimas sobre la velocidad de aprobación de las vacunas o cuestionaban aspectos de la gestión sanitaria fueron tratados en los medios con el mismo desprecio que los que propagaban teorías conspirativas delirantes. Titulares como “Los que no se vacunan: negacionistas, dudosos o con la infección reciente” (El País) crearon compartimentos estancos para simplificar un fenómeno complejo. En lugar de fomentar el debate y aclarar dudas, se eligió agrupar a los críticos en una categoría peyorativa, sugiriendo irracionalidad, irresponsabilidad o incluso peligrosidad social.

La estrategia no fue exclusiva del ámbito sanitario. En el debate sobre el cambio climático, líderes políticos escépticos con respecto a ciertas políticas ambientales o modelos predictivos han sido calificados sin más como “negacionistas climáticos”. Así, se evita discutir los argumentos –a veces con base científica o económica– y se encierra a los críticos en un bloque irracional. La palabra niega al otro el derecho a disentir: el “negacionista” no opina, delira. Lo mismo ocurre con el feminismo y los debates de género, donde se usa la etiqueta de “negacionista de la violencia machista” o “negacionista del feminismo” para descalificar a partidos o personas que proponen reformas legales o cuestionan el marco ideológico actual. No importa si el interlocutor propone un enfoque diferente o si lo hace desde datos; al llamarlo “negacionista” se evita entrar en el fondo del asunto.

Este fenómeno tiene consecuencias preocupantes para la calidad del debate público. Por un lado, refuerza el pensamiento de trincheras: si el otro es un “negacionista”, no merece interlocución. Por otro, transforma la lucha contra la desinformación  en una lucha contra la disidencia. Se convierte en un mecanismo de blindaje del discurso oficial. Así, bajo la supuesta defensa de la verdad y la ciencia, se corre el riesgo de silenciar preguntas legítimas, dudas razonables y críticas constructivas. Se pasa de combatir el error a censurar la diferencia.

En televisión y prensa escrita, esta tendencia se manifiesta con cierta moderación, pero con igual intención. Titulares como “Trump nombra a un negacionista del cambio climático”, o referencias a figuras públicas como “reconocidas negacionistas de las vacunas” dan una capa de verosimilitud institucional a lo que no deja de ser un juicio de valor. En las redes sociales, en cambio, el término se ha vuelto un insulto. En Twitter, “negacionista” se usa con frecuencia como forma de cancelar una opinión sin discutirla. Al amparo del algoritmo, la etiqueta se dispara con facilidad y se convierte en señal de identidad tribal: “nosotros” los racionales, contra “ellos” los negacionistas.

Incluso voces críticas desde el propio progresismo han advertido sobre esta tendencia. La analista Beatriz Talegón, por ejemplo, ha señalado que el uso indiscriminado de la palabra negacionista “sirve para silenciar, ridiculizar y menospreciar otras posturas”. Al expandir su campo semántico a toda crítica incómoda, el término pierde valor informativo y gana en función represiva. Se convierte en arma ideológica. Hoy hay negacionistas de la pandemia, del clima, de la diversidad, de la historia, de la ciencia, del feminismo… una lista interminable que amenaza con incluir a cualquiera que cuestione el pensamiento hegemónico, por matizado o argumentado que sea.

El problema no es solo lingüístico. Este tipo de etiquetas afectan la percepción pública y erosionan el espacio común para el diálogo democrático. Si toda crítica es reducida a “negacionismo”, el disenso se convierte en patología. Y si el patológico debe ser combatido en lugar de escuchado, nos acercamos peligrosamente al terreno de la censura, aunque venga disfrazada de defensa de la razón o la salud pública.