El lobby climático: entre la ciencia y la propaganda

Desde hace dos décadas, el discurso sobre el cambio climático ha pasado de ser una preocupación científica legítima a convertirse en un instrumento político y económico de primer orden. La idea de que existe un consenso absoluto e indiscutido sobre el calentamiento global antropogénico es una construcción mediática, no una realidad científica. En paralelo, se ha levantado un entramado de intereses —institucionales, financieros y corporativos— que forman lo que algunos ya denominan sin ambages el lobby climático global.

Este lobby no es simplemente un conjunto de actores que promueven políticas ambientales. Es un ecosistema de poder que influye en gobiernos, universidades, organismos internacionales y medios de comunicación. Su función principal no es proteger el medio ambiente, sino consolidar un determinado modelo de gobernanza, financiarización y control social a través del miedo climático.

El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), órgano dependiente de Naciones Unidas, es considerado la máxima autoridad en la materia. Sin embargo, su estructura revela una realidad menos objetiva de lo que se pretende mostrar. Los informes del IPCC, especialmente los “resúmenes para responsables políticos”, no son redactados exclusivamente por científicos, sino editados por delegados gubernamentales que modifican el lenguaje y los énfasis según conveniencias diplomáticas y políticas.

Numerosos expertos han denunciado esta manipulación. Entre ellos, el físico Richard Lindzen, del MIT, quien participó en el IPCC pero abandonó el proyecto por considerarlo ideológicamente sesgado. Según Lindzen, el IPCC selecciona datos, minimiza la incertidumbre y omite escenarios alternativos para construir una visión alarmista del clima que legitime ciertas políticas predefinidas.

Judith Curry, otra figura destacada en la climatología, fue acosada y desacreditada públicamente tras expresar dudas sobre la fiabilidad de los modelos climáticos utilizados por el IPCC. “Una vez que abandoné el consenso, mi carrera académica quedó marcada”, declaró. Su caso no es aislado: en el mundo académico actual, disentir sobre el clima es una forma efectiva de perder financiación, acceso a publicaciones y prestigio institucional.

En 2009, una filtración de correos electrónicos del Climate Research Unit de la Universidad de East Anglia sacó a la luz cómo algunos de los principales científicos del IPCC discutían abiertamente estrategias para manipular datos, excluir a voces críticas de revistas científicas y ocultar tendencias que contradecían la narrativa oficial.

Uno de los correos más polémicos hablaba de aplicar un “truco” estadístico para “ocultar el descenso” en temperaturas. Aunque las investigaciones posteriores intentaron restar importancia al escándalo, el Climategate reveló un aspecto preocupante: la ciencia del clima había dejado de ser un campo abierto al debate para transformarse en un instrumento ideológico y político.

La emergencia climática es presentada como una verdad incuestionable. Pero esta verdad se acompaña de un paquete ideológico cerrado: impuestos al carbono, restricciones energéticas, políticas de desindustrialización, campañas de miedo, límites a la libertad de expresión y vigilancia digital bajo el pretexto de proteger el planeta.

El Green Deal europeo, la Agenda 2030 o la transición energética global no son meras estrategias ecológicas, sino proyectos de transformación económica y cultural que se justifican en el supuesto consenso climático. Estos planes implican billones de euros en subvenciones, transferencias fiscales y remodelación forzada del tejido productivo. La pregunta es: ¿quién gana con todo esto?

La respuesta no apunta a las futuras generaciones ni al planeta, sino a grandes fondos de inversión (BlackRock, Vanguard), consultoras transnacionales, tecnológicas verdes y burócratas alineados con la nueva ortodoxia ESG (Environmental, Social and Governance). La sostenibilidad se convierte en mercancía. El clima, en argumento de marketing político. Y el ciudadano común, en contribuyente cautivo de una narrativa que no puede cuestionar sin ser tildado de hereje negacionista.

Los medios de comunicación tradicionales, lejos de ejercer su función crítica, han abrazado el relato climático con un entusiasmo casi fanático. Artículos, documentales y editoriales repiten sin matices el lenguaje del IPCC, amplificando las previsiones más extremas sin analizar los márgenes de incertidumbre ni considerar estudios alternativos.

A esto se suma la censura directa. Plataformas como YouTube, Google y Facebook han implementado políticas explícitas para suprimir contenidos que “contradigan el consenso científico sobre el cambio climático”. En octubre de 2021, Google anunció que dejaría de monetizar y de permitir anuncios en sitios que publicaran información “negacionista”. El problema es que esta definición es tan amplia que alcanza incluso a científicos con credenciales sólidas que simplemente ofrecen una visión crítica o matizada.

Europa ha ido aún más lejos. La Ley de Servicios Digitales (DSA) introduce mecanismos para supervisar, filtrar y eliminar contenidos online considerados “desinformación climática”. Esta ley consagra una jerarquía de fuentes “fiables” definida por organismos que, en muchos casos, están financiados por los mismos actores que promueven las políticas verdes. El resultado es una espiral autorreferencial donde sólo se permite circular un único discurso, blindado contra la contradicción.

No se trata de negar que el clima cambie. Nadie discute que el planeta ha atravesado múltiples ciclos de calentamiento y enfriamiento. Tampoco se niega que la actividad humana tenga un impacto sobre los ecosistemas. La cuestión es otra: ¿está el debate climático siendo manipulado para justificar una reingeniería económica y política al servicio de unos pocos?

En nombre de la emergencia, se imponen medidas que afectan gravemente a la clase media, a los pequeños productores, a las economías locales. Mientras tanto, los verdaderos beneficiarios de esta “transición verde” acumulan capital, subsidios y poder sin asumir riesgos ni responsabilidades.

El problema no es la ecología. El problema es que, en nombre de la ecología, se están aplicando agendas profundamente antidemocráticas, sin debate, sin transparencia y sin alternativas. Una ciencia cerrada al debate es religión. Y una religión impuesta desde arriba es ideología disfrazada de moral.

El lobby climático existe. Es poderoso. Y ha conseguido colocar su narrativa en el centro del discurso global. Pero su legitimidad no descansa en la solidez científica, sino en la eficacia propagandística. Hoy más que nunca es necesario recuperar el pensamiento crítico, abrir espacios para el disenso y cuestionar no solo lo que se dice, sino quién lo dice, por qué, y con qué intereses detrás.