Hubo un tiempo en que el periodista era un incómodo. Una figura de frontera entre el poder y la calle, que hacía preguntas molestas, incomodaba a ministros, desmontaba mentiras oficiales y obligaba a la opinión pública a mirar donde nadie quería mirar. Hoy, ese perfil ha sido sustituido por una generación de comunicadores obedientes: profesionales pulcros, bien formados, institucionalizados, que ya no cuestionan el relato dominante, sino que lo refinan, lo amplifican y lo visten con tecnicismos. Lejos de vigilar al poder, se han convertido en sus voceros más eficaces.
La transformación no ha sido repentina. Ha sido un proceso largo, sutil, pero devastador. A medida que el modelo de negocio tradicional de los medios de comunicación se derrumbaba, primero con la crisis publicitaria de 2008 y luego con la digitalización masiva, las redacciones empezaron a perder independencia no solo financiera, sino editorial. Es decir, no solo se acepta el dinero —ya sea público o privado— como una tabla de salvación económica, sino que se renuncia activamente al criterio periodístico propio a cambio de mantenerse a flote. El medio deja de preguntarse: “¿qué es relevante para el interés público?” y pasa a cuestionarse: “¿qué espera el financiador que publiquemos?”. Esta lógica transforma toda la cadena informativa: desde la elección de temas hasta el tono de los titulares, pasando por las fuentes que se citan, los enfoques que se priorizan y, sobre todo, los silencios editoriales.
La dependencia editorial se manifiesta de múltiples formas. Por ejemplo, se eliminan las investigaciones que podrían incomodar a un anunciante estratégico o a una administración pública que ha contratado una campaña institucional. En 2019, por ejemplo, un equipo de periodistas del diario ABC preparó un reportaje sobre las irregularidades en los contratos públicos de una consejería autonómica; la pieza nunca vio la luz tras una llamada directa desde Presidencia, ya que el mismo gobierno regional había contratado una campaña institucional con el grupo editorial. En El País, durante los años más intensos de la pandemia, se evitaron sistemáticamente reportajes que pusieran en duda la gestión de Pfizer o Moderna, mientras el periódico mantenía acuerdos de colaboración con la Fundación Gates, una de las mayores financiadoras de proyectos sanitarios globales.
Otro ejemplo es el caso de La Sexta, cuya línea editorial cambió notoriamente tras integrarse en el conglomerado Atresmedia y recibir financiación directa e indirecta de campañas estatales. La cobertura crítica sobre determinados escándalos financieros desapareció o fue diluida en debates anodinos. La suavización de enfoques también se da en contextos de crisis reputacional: en 2021, tras los escándalos de vertidos contaminantes relacionados con grandes empresas eléctricas, medios como El Mundo y COPE, que contaban con publicidad de dichas compañías, apenas dedicaron unos párrafos a los hechos, sin seguimiento ni análisis de fondo.
Se sustituyen reportajes incómodos por entrevistas promocionales. Se eliminan preguntas críticas en ruedas de prensa para no “romper relaciones”. Se acepta la línea que marcan las agencias internacionales, las fundaciones patrocinadoras o los verificadores “oficiales”, sin cuestionarla ni contrastarla. Se pasa de ejercer el periodismo a interpretar el guión asignado, de forma consciente o por inercia profesional.
Y lo más insidioso: esta pérdida de independencia no se impone por decreto, sino que se interioriza en las rutinas de producción. El redactor medio ya no necesita que le indiquen explícitamente qué puede o no puede escribir. Él mismo ha aprendido —a través de la estructura de incentivos, los silencios del jefe de sección, los editoriales de línea, las campañas de desprestigio contra colegas díscolos— cuál es el marco aceptable de lo publicable. Es la autocensura como forma de supervivencia profesional. Una censura blanda, líquida, pero no menos eficaz.
Hoy, el grueso de la prensa nacional en España —tanto en papel como digital— sobrevive gracias a la inyección directa de dinero público. En los últimos años, el gasto del Estado en publicidad institucional se ha disparado: según los informes de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), en 2022 se destinaron más de 125 millones de euros a este concepto, con una distribución opaca y altamente concentrada. Medios como El País, La Vanguardia o El Mundo figuran entre los mayores beneficiarios, independientemente de sus métricas reales de impacto o eficacia.
Además de los fondos estatales, muchas comunidades autónomas tienen sus propios programas de subvenciones a medios, bajo conceptos como “fomento del pluralismo”, “normalización lingüística” o “cooperación institucional”. Por ejemplo, la Generalitat de Cataluña y el Gobierno Vasco otorgan subvenciones anuales a medios que publiquen en catalán o euskera, con requisitos que muchas veces condicionan los contenidos. En paralelo, programas europeos como Creative Europe o el Digital News Initiative de Google han canalizado millones de euros hacia proyectos de “periodismo innovador”, pero con una orientación editorial muy clara: salud pública, cambio climático, diversidad, lucha contra la desinformación.
Todo esto configura una prensa cada vez más subvencionada, donde el margen de crítica efectiva a los financiadores —ya sean gobiernos, grandes empresas o fundaciones— se reduce o desaparece. El resultado es un ecosistema en el que la viabilidad económica del medio depende más de su docilidad institucional que de su capacidad para fiscalizar el poder.
Lo mismo ocurre con las subvenciones autonómicas: gobiernos regionales de distinto signo político reparten dinero público entre medios afines a cambio de cobertura favorable, o al menos de neutralidad pasiva. A esto se suma el patrocinio por parte de grandes empresas energéticas, farmacéuticas, bancarias y tecnológicas, que no compran solo espacios publicitarios, sino acceso privilegiado, reportajes complacientes y protección frente a escándalos. La prensa, que debía incomodar al poder, ha pasado a formar parte de su engranaje.
Pero no es solo un problema económico. Es también una cuestión cultural. El periodismo de investigación ha sido progresivamente marginado dentro de las redacciones. Es caro, lleva tiempo, exige independencia y —lo peor de todo— genera conflictos. En su lugar, se ha impuesto un modelo de redactor que “sabe moverse”, que reproduce notas de prensa, que repite sin matices los comunicados de las agencias, y que basa su autoridad no en la verificación crítica, sino en la alineación con lo que dictan los organismos internacionales, los verificadores “oficiales” o las fundaciones filantrópicas. Lo importante ya no es ser riguroso, sino ser correcto. No es investigar, sino “combatir la desinformación”.
Esa lucha contra la desinformación —instrumentalizada por gobiernos, medios y plataformas digitales— ha permitido consolidar una nueva ortodoxia informativa, donde toda crítica al discurso hegemónico es rápidamente etiquetada como “bulo”, “conspiración” o “peligro para la democracia”. En ese contexto, el comunicador obediente prospera. Se convierte en presentador, colaborador, asesor, conferenciante. No porque aporte luz sobre los hechos, sino porque reproduce el relato aceptable con el tono adecuado, en los canales autorizados, y con las fuentes validadas por el sistema.
Así es como hemos llegado a una situación en la que los periodistas que investigan los vínculos entre gobiernos y farmacéuticas, que cuestionan las cifras oficiales durante una pandemia, que indagan en los efectos reales de la censura digital, o que entrevistan a voces disidentes son sistemáticamente perseguidos, desmonetizados o expulsados del circuito profesional. Mientras tanto, los obedientes son premiados con subvenciones, visibilidad, premios de “periodismo ético” y contratos institucionales. No hay censura directa. Hay selección positiva del conformismo.
Este proceso no afecta solo a los grandes medios. También ha penetrado en las universidades, las escuelas de periodismo, las asociaciones de prensa y los consejos profesionales. Lo que antes era una vocación crítica se ha convertido en una especialización técnica. Ya no se forman periodistas para que hagan preguntas, sino “comunicadores sociales” que sepan construir narrativas eficaces al servicio de “objetivos de desarrollo sostenible”, “lucha contra el odio” o “información responsable”. El resultado es una prensa domesticada, anestesiada, perfectamente funcional para las democracias formales, pero incompatible con la libertad real.
Lo más grave es que este nuevo ecosistema mediático ya no necesita reprimir la verdad. Le basta con ocultarla bajo una avalancha de relatos coincidentes, datos sin contexto, expertos alineados y titulares intercambiables. Se ha producido una erosión del pensamiento crítico, no por miedo, sino por desuso. Cuando todo lo que se publica reafirma la narrativa dominante, el lector deja de hacerse preguntas. Y cuando el lector deja de dudar, el periodista ya no tiene razón de ser.
Es urgente, por tanto, recuperar el espíritu original del periodismo. No como oficio decorativo, sino como contrapoder activo, incómodo, necesario. No como caja de resonancia del BOE o de la OMS, sino como herramienta para decir lo que nadie quiere oír. No como plataforma de pedagogía institucional, sino como defensa del derecho ciudadano a saber, a contrastar, a disentir. Porque sin disenso no hay verdad, y sin verdad no hay libertad.