En los últimos años, la palabra desinformación se ha convertido en una etiqueta omnipresente. Periodistas, académicos, verificadores de hechos, instituciones y gobiernos han construido una narrativa en torno a la supuesta amenaza que representan los “negacionistas”, los “conspiranoicos” o los “difusores de bulos”. Pero rara vez —por no decir nunca— estos discursos ponen el foco donde verdaderamente debería estar: en el poder institucional, en los grandes medios de comunicación alineados con gobiernos y corporaciones, y en los centros de pensamiento que diseñan estrategias globales de control social y narrativo.
“El verdadero control no necesita prohibir las ideas; basta con que nadie las escuche.”
— (atribuido a Noam Chomsky)
Durante la pandemia de COVID-19, vivimos un punto de inflexión histórico. La información dejó de ser un espacio de debate abierto para convertirse en un territorio controlado, balizado por etiquetas como “información falsa”, “contenido peligroso” o “desinformación médica”. Muchas voces críticas, con argumentos razonables y datos contrastables, fueron silenciadas, expulsadas de las plataformas o simplemente reducidas al absurdo con calificativos como “negacionistas” o “antivacunas”, sin matices ni voluntad de comprensión. Lo que antes era periodismo de investigación pasó a ser un ejercicio de alineamiento ideológico con el relato oficial.
Lo preocupante no es sólo la censura en sí misma, sino la complicidad de buena parte de los medios de comunicación. En lugar de ejercer su función crítica, se convirtieron en propagandistas. Titulares repetidos en cadena, declaraciones sin cuestionamiento, ocultamiento sistemático de datos incómodos, criminalización del disenso. En lugar de contrastar voces, se reprodujeron directrices. En lugar de fiscalizar al poder, se le dio voz única. Y muchos periodistas académicos, lejos de analizar esta dinámica, prefirieron estudiar cómo unos pocos usuarios anónimos de Twitter difundían bulos sin importancia.
Investigadores suelen hacer mención a la educación mediática y la alfabetización digital, que son competencias educativas orientadas a formar ciudadanos críticos frente a la información, no funciones del periodismo. Como señala la UNESCO, la alfabetización mediática busca «capacitar a las personas para utilizar la información de forma crítica, navegar por el entorno en línea de forma segura». Iniciativas académicas han creado incluso currículos para «enseñar a ver y escuchar los medios» y preparar a los estudiantes a «cumplir roles activos e incluyentes en la sociedad de la información». Esto significa empoderar al receptor, no que el periodista asuma el rol de educador o censor. De hecho, la misión profesional del periodista es informar con objetividad ofreciendo una «información veraz, plural e independiente», no adoctrinar ni descartar opiniones discrepantes. Si los medios asumen una postura militante –por ejemplo apoyando luchas sociales, campañas de vacunación o líneas oficiales sobre el cambio climático– y tratan como “incorrectas” a las voces disidentes, se pone en riesgo el pluralismo informativo. En ese sentido conviene recordar que el derecho internacional prohíbe «molestar a alguien por sus opiniones», de modo que la alfabetización digital debe fortalecer el libre debate, nunca convertirse en pretexto para vetar ideas.

Resulta revelador cómo las investigaciones universitarias y los informes sobre desinformación rara vez examinan el papel de instituciones como el Tavistock Institute, los think tanks globales o las alianzas público-privadas que promueven agendas sanitarias, económicas y digitales desde plataformas supranacionales. En cambio, prefieren centrarse en usuarios marginales, influencers alternativos o comunidades desorganizadas. ¿Por qué no investigan cómo se construyen los consensos desde arriba? ¿Por qué no indagan en cómo las agencias de verificación, muchas financiadas por gobiernos y grandes corporaciones, se han convertido en el nuevo Ministerio de la Verdad?

Michel Foucault, en su concepto de biopolítica, ya advertía que el poder moderno no se ejerce principalmente mediante la represión visible, sino a través del control de los discursos, de los cuerpos, de la salud, de la vida misma. Byung-Chul Han, por su parte, advierte del paso de una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento, donde el control es autoimpuesto bajo la lógica de la positividad, del bienestar, del “hazlo por los demás”. Hoy, bajo la premisa de seguridad sanitaria, lucha contra la desinformación y combate al odio, se está construyendo un sistema cada vez más cercano al modelo chino de control social.
El futuro que se dibuja —si no lo revertimos— es el de un carnet del buen ciudadano digital, donde cada usuario será valorado, clasificado y filtrado en función de su adecuación a la narrativa oficial. Toda la información, antes de llegar al público, será cribada por filtros automatizados, algoritmos, plataformas, verificadores y burócratas. La libertad de expresión dejará de ser un derecho para convertirse en una concesión sujeta a “normas comunitarias”. Y lo más alarmante: esta transformación se está dando con el beneplácito —cuando no el entusiasmo— de gran parte de la comunidad académica, que ha abandonado su función crítica para convertirse en legitimadora de políticas cada vez más autoritarias.

En España, la Constitución garantiza formalmente la libertad de expresión, de prensa y de pensamiento como derechos fundamentales en su artículo 20. Estos principios, en teoría inquebrantables, son pilares de cualquier democracia real. Sin embargo, en la práctica cotidiana, estas libertades se ven cada vez más erosionadas no solo por decisiones gubernamentales, sino —y esto es aún más preocupante— por el creciente poder de entidades privadas que se han arrogado el papel de guardianes del discurso legítimo. Plataformas digitales, agencias de verificación financiadas por multinacionales, lobbies ideológicos y corporaciones tecnológicas ejercen una censura indirecta pero efectiva, disfrazada de “moderación de contenidos” o de “responsabilidad social”.
En este nuevo paradigma, la verdad no se busca, se decreta. ¿Quién vigila a los verificadores? ¿Bajo qué criterios ideológicos determinan qué contenido es fiable y cuál debe ser eliminado o desacreditado? ¿Quién fiscaliza a los censores si los censores no rinden cuentas ante nadie? ¿Desde cuándo el disenso —incluso el razonado y documentado— es tratado como un acto de violencia simbólica o una amenaza al orden democrático? Las fronteras entre libertad de expresión y delito de opinión se han vuelto peligrosamente difusas.

Lo más alarmante es que una parte importante de la academia y del periodismo universitario, lejos de denunciar esta deriva, la refuerza. Muchos investigadores sociales y analistas de medios han optado por estudiar la “desinformación” apuntando siempre hacia abajo, hacia los usuarios marginales, los grupos alternativos o las redes sociales críticas, muchas veces con sesgos ideológicos, mientras ignoran por completo las campañas de propaganda institucional, la manipulación sistemática desde los centros de poder, o la dependencia económica de los grandes medios respecto a gobiernos y anunciantes. ¿Por qué esa miopía selectiva? ¿Por miedo, por comodidad, o por connivencia?
El resultado es una inversión total del principio democrático: ya no se trata de proteger al ciudadano frente al poder, sino de proteger al poder frente a los ciudadanos. La disidencia es tratada como patología, la duda como crimen, y la libertad como privilegio condicional. Todo ello en nombre de un nuevo moralismo tecnocrático que ha sustituido la política por la gestión del consenso, y el pensamiento crítico por el cumplimiento obediente.
El caso del programa Equipo de Investigación dedicado a los llamados “Espartanos” —un grupo reducido de manifestantes que se disfrazaban para protestar contra las restricciones— es un ejemplo paradigmático. En lugar de indagar en los contratos firmados con farmacéuticas, en las decisiones opacas de la OMS o en las consecuencias sociales de las políticas de confinamiento, los medios se centraron en caricaturizar al disidente. No investigaron al poder, sino a los sin poder. Como contracte, resulta curioso que Periodistas por la Verdad haya sido ignorado por agencias de verificación o otros medios generalistas, a pesar de las cientos de notas de prensa enviadas. Por ejemplo, Maldita omitió nuestra existencia en un articulo sobre canales de Telegram, a pesar de tener miles más seguidores que los canales nombrados en su articulo. Estamos ante una miopía selectiva.

Esta es la gran paradoja de la era de la posverdad: se dice luchar contra la desinformación, pero en realidad se combate la libertad. Se criminaliza la opinión independiente. Se suprime el pensamiento crítico. Y se impone un modelo de gobernanza algorítmica, en la que solo las voces homologadas por el sistema tienen cabida. Una distopía que recuerda peligrosamente al mundo descrito por Orwell en 1984, donde el lenguaje se reforma para que pensar diferente sea literalmente imposible.
Frente a esto, es urgente construir redes alternativas de información, espacios descentralizados donde el pensamiento libre y el periodismo independiente puedan sobrevivir al tsunami del control digital. También es necesario exigir a la comunidad académica una mayor honestidad intelectual y un enfoque crítico que no se limite a la superficie de los síntomas, sino que investigue las estructuras profundas del poder mediático y narrativo.
Desde aquí hacemos un llamamiento a investigadores, profesores universitarios y periodistas académicos: revisen el trabajo de medios alternativos como Periodistas por la Verdad, no desde el prejuicio ideológico ni desde la etiqueta fácil, sino desde el análisis riguroso. Escuchen las voces disidentes. Examinen los datos. Contrastan sus fuentes. Eviten reproducir el sesgo institucional que siempre señala hacia abajo y nunca hacia arriba. Porque el verdadero peligro para la democracia no está en un vídeo casero mal editado, sino en la ingeniería social que pretende construir una ciudadanía dócil, desinformada y obediente.
“La vigilancia ya no se impone desde fuera: se internaliza. El ciudadano ejemplar es aquel que se autocensura.”
— Inspirado en Byung-Chul Han
La libertad de opinión y conciencia es un derecho fundamental consagrado en la Declaración Universal de Derecho Humanos (artículos 18 y 19); por tanto, todo individuo puede seguir sus propias ideas, aunque sean controvertidas o tildadas de ‘no verdaderas’ por el discurso oficial, y el Estado no puede erigirse en educador moral o ideológico por encima del individuo o de la familia: la persona y su núcleo familiar tienen el derecho inalienable a preservar sus valores sin injerencia estatal, pues la libertad de pensamiento no debe subordinarse a ningún dogma de corrección ideológica.
La libertad de expresión no puede ser eliminada bajo la excusa de combatir la desinformación. Porque cuando todo disenso es etiquetado como peligroso, cuando toda verdad incómoda es censurada, cuando solo el poder puede hablar sin ser cuestionado, lo que estamos viviendo no es una democracia, sino su simulacro. Como recuerda Lippmann, la labor del periodismo es la de “reunir hechos y transmitirlos” (intelligence work), no construir una “verdad” cerrada que impida al público formarse una opinión propia .
Ante el avance del pensamiento único y la censura institucionalizada, desobedecer se convierte en un deber moral. Defender la libertad de expresión no es un privilegio, es una forma de resistencia contra un sistema que solo admite voces dóciles y verdades oficiales.