
El reciente anuncio de la ministra Elma Saiz, en el que destaca la cooperación del Gobierno con los denominados “informantes de confianza” para combatir el discurso de odio en redes sociales, plantea serios interrogantes desde una perspectiva jurídica y democrática. Bajo el pretexto de actuar con eficacia frente a los mensajes considerados discriminatorios o ultras, se consolida un modelo en el que entidades privadas —como ONG o asociaciones afines— pasan a desempeñar un rol que, en un Estado de Derecho, correspondería exclusivamente a jueces y tribunales: decidir qué constituye un delito. Este esquema, basado en los “trusted flaggers” contemplados en el Reglamento Europeo de Servicios Digitales (DSA), prioriza sus denuncias por encima de las del resto de usuarios, obligando a las plataformas a reaccionar con rapidez, incluso cuando no existe una resolución judicial de por medio.
La cuestión de fondo es grave: se está delegando en actores no judiciales el poder de calificar contenidos como “odio”, lo cual puede derivar en una censura sistemática de opiniones incómodas o impopulares. No se trata aquí de justificar discursos abiertamente racistas o incitadores a la violencia, sino de advertir que el concepto de “odio” es jurídicamente complejo y no puede reducirse a la ofensa o al disenso. Según el Código Penal español, específicamente el artículo 510, para que un mensaje sea considerado delito de odio debe existir una incitación pública y clara a la discriminación, hostilidad o violencia contra personas por razones de raza, religión, sexo, ideología, orientación sexual o discapacidad. No basta con una frase polémica o una opinión disonante: hace falta intencionalidad, un contexto de riesgo real y una gravedad que debe valorar un juez con las garantías del proceso penal.
La nota de prensa del Gobierno afirma que, gracias a la intervención de estos informantes de confianza, se ha conseguido la retirada de un 21 % adicional de mensajes en redes sociales respecto a los procedimientos habituales. Es decir, los contenidos denunciados por estos agentes tienen un efecto casi automático en los procesos de moderación digital. Esta cifra, que se presenta como un logro, en realidad confirma la preocupante eficacia de un mecanismo que opera al margen del poder judicial y sin control democrático. El dato no revela cuántos de esos mensajes retirados constituían realmente un delito, ni cuántos eran simples opiniones o expresiones legítimas. Tampoco se especifica si los usuarios afectados tuvieron oportunidad de apelar, de conocer el motivo exacto de la retirada o de defender su derecho a expresarse. En un entorno donde las decisiones se toman con base en criterios ideológicos, este porcentaje elevado de supresiones puede reflejar más un sesgo político que una mejora del sistema.
La introducción de filtros previos operados por organizaciones afines al Gobierno, sin supervisión judicial efectiva, convierte este mecanismo en una forma de censura previa encubierta, algo expresamente prohibido por el artículo 20.5 de la Constitución Española. No es admisible que un contenido desaparezca de una red social simplemente porque una entidad lo ha reportado como ofensivo. La libertad de expresión —también protegida por el artículo 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos— no se limita a los discursos cómodos o aceptados socialmente, sino que incluye también las opiniones provocadoras, impopulares o incluso molestas, siempre que no constituyan incitación directa a la violencia o al delito. En democracia, la respuesta al discurso polémico no debe ser su silenciamiento automático, sino el debate abierto y la confrontación argumentativa.
La tendencia a canalizar las decisiones sobre lo que puede decirse en la esfera pública a través de mecanismos privados —con apariencia técnica, pero con carga ideológica evidente— erosiona el principio de legalidad penal y mina la separación de poderes. Cuando el Estado se vale de intermediarios para regular el discurso, sin pasar por los cauces judiciales establecidos, está extralimitando sus competencias y abriendo la puerta a un control político de la libertad de expresión. En lugar de denunciar ante los tribunales lo que se considera delito, se prefiere acudir al botón de borrado rápido, confiando en que las plataformas obedezcan las alertas de estos “informantes fiables”. Así, se normaliza una forma de censura delegada, opaca e inapelable.
Combatir el odio real exige medidas firmes y garantistas, no atajos que convierten la denuncia en condena y la opinión en delito. Dejar en manos de actores privados —por muy bienintencionados que se presenten— la determinación de lo que puede o no decirse, sin control judicial ni procedimiento alguno, supone una peligrosa deriva hacia un modelo donde la libertad de expresión queda supeditada a filtros ideológicos. Frente a esta tendencia, resulta imprescindible reivindicar el principio básico de que solo los jueces pueden establecer qué es delito, y que toda opinión —por más incómoda que sea— merece ser protegida mientras no vulnere de forma clara y directa el ordenamiento jurídico. Cualquier otra vía es, en última instancia, una amenaza latente contra los cimientos mismos del pluralismo democrático. La eficacia estadística que celebra el Gobierno es, en realidad, un síntoma de un problema mayor: se está juzgando sin tribunal, y se está condenando sin defensa.
