Dossier COVID: el comienzo de una distopía
Autor: José Fernández
Colectivo: Periodistas por la Verdad
© 2025 José Fernández
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Publicado en 2025
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Esta obra se realiza con fines divulgativos e informativos, sin ánimo de lucro.
Contenido
Capítulo 1: La narrativa oficial y su imposición.
Capítulo 2: Intereses económicos y actores globales.
Capítulo 3: Biología de la COVID-19.
Capítulo 4: El papel de los medios de comunicación.
Capítulo 5: Mascarillas, distanciamiento y sumisión.
Capítulo 6: PCR y la construcción de la pandemia.
Capítulo 7: Vacunación masiva: tecnología y control
Capítulo 8: Efectos adversos de las vacunas: un escándalo silenciado.
Capítulo 9: Exceso de mortalidad: el indicador olvidado.
Capítulo 10: Las residencias de mayores y la gestión hospitalaria. El eslabón más débil del sistema
Capítulo 11: La ciencia secuestrada.
Capítulo 12: Niños y adolescentes: los más vulnerados.
Capítulo 13: Confinamientos: aislamiento social y daño colectivo.
Capítulo 14: El nuevo orden sanitario y la arquitectura del control
Capítulo 15: Economía pandémica y consecuencias sociales.
Capítulo 16: La disidencia: un acto de conciencia.
Introducción
A lo largo de los últimos años, desde el colectivo Periodistas por la Verdad se ha trabajado incansablemente para divulgar información veraz y objetiva sobre el COVID-19 y la denominada “pandemia”. Esta tarea no ha sido sencilla, ya que nos hemos enfrentado a múltiples desafíos, entre ellos, la censura sistemática y la prevalencia de un discurso único en el ámbito científico y mediático. Todo aquel que cuestionaba el relato oficial fue rápidamente etiquetado como “negacionista”, en un intento de silenciar cualquier voz disidente. Parecía imponerse una única verdad, la dictada por organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y respaldada sin matices por las autoridades políticas.
Durante este periodo crítico, los medios de comunicación tradicionales desempeñaron un papel crucial al bombardearnos de forma incesante con mensajes alarmistas sobre un virus supuestamente extremadamente letal, generando un estado de histeria colectiva que caló profundamente en nuestra sociedad. Sin embargo, surgieron voces valientes, aunque escasas en recursos y preparadas apenas por el rigor de su convicción, que cuestionaron con firmeza la narrativa oficial. En este contexto, se hizo evidente la necesidad de presentar una visión crítica, razonada y basada en hechos verificables, para contrarrestar la imposición de un discurso dominante carente de pluralidad.
Este documento nace precisamente de esa voluntad crítica y rigurosa, con el objetivo de ofrecer a los lectores una perspectiva informada y documentada sobre los hechos acaecidos durante la pandemia de COVID-19. En estas páginas no se pretende establecer una única verdad, sino alentar el debate informado, la revisión crítica y la participación de los ciudadanos en la construcción de su propio criterio.
En este esfuerzo editorial, resulta imprescindible reconocer a personas cuya labor ha sido esencial: Isabel Blasco, cuya investigación sobre protocolos hospitalarios ha arrojado luz sobre prácticas cuestionables; Fernando Vizcaíno Carlos, cuyos artículos han sido fundamentales para el análisis crítico desarrollado en este libro; así como al colectivo Periodistas por la Verdad, por mantener viva la llama de la información alternativa y comprometida con la honestidad intelectual.
También destacamos especialmente la labor de aquellos que durante la pandemia han resistido de forma ejemplar la imposición del pensamiento único. Colectivos como Biólogos por la Verdad, El Expreso de Medianoche, médicos independientes, juristas, periodistas, ciudadanos anónimos y movimientos cívicos han protagonizado protestas pacíficas y actos de resistencia que han contribuido significativamente a defender nuestros derechos fundamentales.
En los capítulos siguientes se desarrollan con detalle estos temas clave, desde una perspectiva crítica y accesible a todos los lectores. Se han respetado escrupulosamente los principios éticos del consentimiento informado, el derecho a la información y el escrutinio crítico. Los estudios científicos incluidos han sido seleccionados por su relevancia y claridad, acompañados de un análisis detallado para facilitar su comprensión. Se revisará críticamente la narrativa oficial del COVID-19, los mecanismos de censura implementados, las decisiones políticas tomadas sin el suficiente respaldo científico y, de forma especial, se examinan en profundidad los efectos adversos de las vacunas, el exceso de mortalidad constatado y el impacto económico, social y psicológico de las medidas adoptadas en España.
Nuestro compromiso es con la libertad de pensamiento y el diálogo informado. Este documento se ofrece como herramienta para que cada ciudadano pueda formar su propio juicio, partiendo de una visión crítica y fundamentada en hechos comprobables. En gran parte, la información que aquí se presenta ha sido recopilada gracias al esfuerzo de Periodistas por la Verdad y otros investigadores independientes comprometidos con la transparencia y la honestidad.
La ciencia no es dogma; la verdad no se impone. Solo el debate abierto, honesto y plural permite acercarnos a una comprensión más justa y equilibrada de la realidad. Este es nuestro propósito y nuestra firme convicción.
Capítulo 1: La narrativa oficial y su imposición
Desde que se declaró la existencia del SARS-CoV-2, la respuesta global encabezada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) estableció una narrativa oficial monolítica sobre la pandemia. Esta narrativa fue rápidamente adoptada y difundida por los gobiernos, los grandes medios de comunicación y las plataformas digitales, generando una percepción de amenaza global sin precedentes recientes.
Los elementos centrales de este relato incluyeron mensajes repetidos sobre la peligrosidad extrema del virus, apoyados por imágenes de hospitales colapsados, conteos diarios de muertes y contagios, y un discurso alarmista que inducía al miedo colectivo. Los medios tradicionales —prensa, televisión, radio— se convirtieron en vehículos de propaganda institucional, sin espacio para el contraste, el análisis ni el debate.
La construcción de este discurso dominante se acompañó de la exclusión sistemática de voces críticas. Cualquier investigador, profesional sanitario o ciudadano que planteara dudas sobre la eficacia de las medidas adoptadas, la seguridad de las vacunas o la interpretación de los datos oficiales era rápidamente etiquetado como negacionista, anticiencia o conspiracionista. Esta estrategia de deslegitimación fue fundamental para silenciar el disenso.
En España, las llamadas agencias de verificación de hechos —concretamente Newtral y Maldita.es— jugaron un papel decisivo en la arquitectura de control informativo durante la pandemia. Su rol fue legitimado institucionalmente como parte del engranaje contra la “desinformación”, pero su estructura de financiación, sus alianzas y su función efectiva las alejan de cualquier criterio de neutralidad real.
Ambas plataformas se presentaron desde sus inicios como proyectos periodísticos “independientes”, con vocación cívica y comprometidas con la verdad objetiva. No obstante, su financiación procede en parte de grandes corporaciones tecnológicas (como Google, Meta –Facebook e Instagram–), organismos internacionales y fundaciones privadas con marcado sesgo ideológico y sanitario, como la Fundación Bill y Melinda Gates o la Open Society Foundations de George Soros [1][2].
Las plataformas digitales colaboraron activamente con gobiernos y organismos internacionales para aplicar algoritmos de censura, etiquetas de advertencia, y bloqueos de contenidos que se desviaran del discurso oficial. Se cerraron cuentas de científicos y médicos reconocidos, se desmonetizaron canales independientes y se desindexaron artículos en buscadores, todo bajo la premisa de proteger la salud pública.
Entre los mecanismos específicos de imposición de la narrativa destacan:
- Amplificación mediática del miedo: Imágenes y cifras presentadas fuera de contexto crearon una percepción exagerada del riesgo.
- Uso selectivo de datos científicos: Se priorizaron estudios que justificaban las medidas oficiales, mientras se desestimaban publicaciones críticas o contrarias.
- Deslegitimación activa de la disidencia: Se aplicó censura directa o encubierta, cancelación de profesionales y estigmatización social.
- Influencia privada en decisiones públicas: Organismos como la OMS dependen de financiación privada mayoritaria, lo que compromete su independencia..
Las consecuencias sociales de la pandemia y de las políticas aplicadas para gestionarla fueron profundas, duraderas y en muchos casos irreparables. No se trató únicamente de una crisis médica o económica, sino de una fractura social y emocional a gran escala, cuyas secuelas todavía no han sido asumidas ni reparadas por las instituciones responsables.
En el plano colectivo, se instauró un clima de división social inédito. Bajo el pretexto de la salud pública, la población fue fragmentada en categorías morales: los “responsables” que seguían las directrices oficiales, y los “egoístas” que dudaban, cuestionaban o simplemente ejercían su libertad individual. Esta dicotomía fue intensamente promovida por los medios de comunicación y los gobiernos, generando un entorno de señalamiento mutuo, sospecha generalizada y ruptura de la cohesión social.
Las campañas mediáticas y gubernamentales instaban a denunciar al vecino que salía a pasear, al joven que no usaba mascarilla o al ciudadano que se negaba a vacunarse. El miedo al virus fue sustituido por el miedo al otro, y la confianza interpersonal —base de toda sociedad libre— se erosionó gravemente. En palabras del filósofo Byung-Chul Han, “el virus no destruyó solo cuerpos, sino vínculos sociales” [3].
En el plano individual, el deterioro psicológico fue masivo. El aislamiento forzado, la incertidumbre, el miedo constante, la sobreexposición mediática y la pérdida de rutinas afectaron de forma transversal a niños, adolescentes, adultos y mayores. El resultado fue un aumento significativo de los trastornos de salud mental, documentado por múltiples estudios nacionales e internacionales.
En España, un informe de la Fundación Mutua Madrileña (2021) concluyó que el 46 % de la población reconocía haber sufrido síntomas de ansiedad o depresión durante el primer año de pandemia [4]. La OMS alertó en 2022 de un aumento global del 25 % en los trastornos depresivos y de ansiedad, con especial impacto en mujeres y jóvenes [5].
Los trastornos del sueño, el consumo de psicofármacos, el abuso de alcohol y sustancias, y el incremento de intentos de suicidio, especialmente en adolescentes, marcaron una realidad silenciada por la narrativa oficial. Mientras se celebraba el éxito de las campañas de vacunación, se ocultaba el colapso emocional de una sociedad profundamente desgastada.
También se observaron consecuencias en el tejido familiar y comunitario. Muchos abuelos no pudieron ver a sus nietos durante meses. Se impidió despedirse de seres queridos fallecidos. Las celebraciones, ritos y expresiones de afecto fueron cancelados o criminalizados. Lo humano fue sustituido por lo normativo. Lo afectivo, por lo higiénico.
La extensión del teletrabajo, la digitalización forzada de las relaciones y la hiperconexión virtual no compensaron la pérdida de contacto físico, de espacio público compartido y de vida social real. Se impuso una subjetividad temerosa, replegada, medicalizada, cada vez más dependiente de pantallas y protocolos.
Pero quizá el efecto más grave fue el daño infligido a la democracia. El derecho al debate público, a la libertad de expresión y a la participación informada fue restringido en nombre de la emergencia. Se instauró una cultura del miedo que favoreció la obediencia sin reflexión, debilitando el pensamiento crítico y el espíritu científico.
Referencias
- Open Society Foundations. (2021). Grants database. https://www.opensocietyfoundations.org
- Google News Initiative. (2020–2022). Funding recipients in Europe. https://newsinitiative.withgoogle.com
- Han, B.-C. (2020). La desaparición de los rituales: una topología del presente. Herder.
- Fundación Mutua Madrileña. (2021). Informe sobre salud mental en pandemia. https://www.fundacionmutua.es
- (2022). COVID-19 pandemic triggers 25% increase in prevalence of anxiety and depression worldwide. https://www.who.int
Capítulo 2: Intereses económicos y actores globales
La gestión global de la crisis sanitaria provocada por la COVID-19 reveló rápidamente un entramado complejo de intereses económicos, políticos y mediáticos que influyeron decisivamente en la dirección tomada por gobiernos e instituciones internacionales. Organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Fundación Bill y Melinda Gates, la alianza para la vacunación GAVI, grandes compañías farmacéuticas y tecnológicas, y fondos de inversión internacionales actuaron de forma concertada, condicionando las respuestas políticas y sanitarias globales.
Desde el inicio de la pandemia, la OMS desempeñó un papel clave en la definición del relato oficial y en la emisión de directrices sanitarias que fueron acatadas, en muchos casos sin cuestionamiento, por la mayoría de los gobiernos nacionales. Sus comunicados diarios, ruedas de prensa e informes técnicos se convirtieron en referencia obligada para decisiones que afectaron a miles de millones de personas: confinamientos, restricciones, uso de mascarillas, criterios diagnósticos y autorizaciones de emergencia.
No obstante, esta autoridad técnica, presentada como neutral, se ha visto comprometida por su estructura de financiación y sus conflictos de interés. A diferencia de lo que muchos ciudadanos creen, la OMS no se financia principalmente con cuotas estatales, sino que depende en más de un 80 % de contribuciones voluntarias dirigidas, muchas de ellas provenientes de entidades privadas que especifican su uso final [1]. Este modelo limita la autonomía presupuestaria y condicional las prioridades estratégicas de la organización [2].
Entre los principales financiadores privados se encuentran la Fundación Bill y Melinda Gates, GAVI y CEPI, además de contribuciones de farmacéuticas y consorcios público-privados. Diversos expertos han alertado que esta arquitectura financiera favorece una agenda determinada y socava la independencia institucional de la OMS [3].
Durante la pandemia, esta dependencia se tradujo en recomendaciones alineadas con los intereses de esos financiadores:
- Prioridad absoluta a la vacunación masiva.
- Desestimación de tratamientos tempranos alternativos.
- Rechazo inicial de la inmunidad natural.
- Minimización de efectos adversos de las vacunas.
El informe de evaluación independiente de la OMS sobre la pandemia de gripe A (2009) ya alertaba del excesivo peso de la industria farmacéutica en la toma de decisiones de la organización [4]. Pese a ello, la situación se agravó durante la pandemia de COVID-19.
La Fundación Bill y Melinda Gates ha sido, desde hace más de una década, una de las entidades privadas más influyentes en la arquitectura sanitaria global. Su modelo de acción combina la filantropía con una visión estratégica profundamente alineada con intereses industriales y tecnológicos, bajo la bandera de la salud pública global. En el contexto de la pandemia de COVID-19, su papel fue especialmente relevante.
Como segundo mayor financiador individual de la OMS —solo por detrás del gobierno de Estados Unidos en determinadas fases— la Fundación Gates no solo contribuye con fondos generales, sino que orienta su financiación hacia programas específicos, como campañas de vacunación, digitalización de historiales clínicos o respuesta ante brotes epidémicos. Esta forma de “donación dirigida” le otorga capacidad de influencia directa sobre las prioridades programáticas de la organización.
Además, la fundación ha sido uno de los pilares financieros y políticos de GAVI (la Alianza para las Vacunas), organización encargada de facilitar el acceso a vacunas en países en desarrollo, y de CEPI (Coalición para la Innovación en Preparación para Epidemias), que lideró junto a gobiernos y farmacéuticas el desarrollo acelerado de vacunas contra el SARS-CoV-2. Ambas plataformas fueron instrumentales en la ejecución del modelo de vacunación masiva que adoptaron la mayoría de los países a partir de 2021.
Pero la influencia de la Fundación Gates no se limita a la financiación de organismos. Su red de colaboración se extiende a universidades de referencia como el Imperial College de Londres, cuyo modelo predictivo sobre mortalidad por COVID-19 —altamente alarmista— fue clave para justificar los primeros confinamientos generalizados. También sostiene económicamente medios de comunicación internacionales, como The Guardian, NPR, El País o Le Monde, a través de subvenciones orientadas a “información sanitaria global”, lo cual plantea interrogantes sobre la independencia editorial de estos canales durante la pandemia.
Más allá del plano informativo y científico, la Fundación Gates promovió activamente la implementación de plataformas digitales de vigilancia sanitaria, como sistemas de identificación inmunológica, bases de datos interconectadas y pasaportes de vacunación, bajo la premisa de “prevenir futuras pandemias”. Esta agenda fue visibilizada en múltiples foros, incluyendo el Foro Económico Mundial, y encaja con una visión tecnocrática de la salud pública basada en el control digital y la interoperabilidad de datos biomédicos [5].
El Event 201, celebrado en octubre de 2019, fue un ejercicio de simulación pandémica organizado por la Fundación Gates, el Foro Económico Mundial y la Universidad Johns Hopkins. El escenario ficticio incluía censura en redes sociales, confinamientos, uso de pasaportes sanitarios y campañas de vacunación. Muchas de estas medidas fueron aplicadas meses después en la realidad, lo que ha suscitado interrogantes sobre el nivel de planificación previo existente [6].
Las grandes farmacéuticas (Pfizer, Moderna, AstraZeneca y Johnson & Johnson) fueron beneficiarias directas del modelo pandémico. A lo largo de la emergencia sanitaria, estas compañías lograron posicionarse como actores imprescindibles de la respuesta global al virus, recibiendo financiación pública masiva para el desarrollo y distribución de vacunas. Los contratos firmados con los gobiernos se caracterizaron por condiciones claramente favorables: cláusulas de confidencialidad que impedían conocer los detalles económicos y científicos de los acuerdos, precios negociados unilateralmente, y sobre todo, exención expresa de responsabilidad legal frente a posibles efectos adversos, lo que supuso un cambio drástico respecto a las normativas sanitarias tradicionales.
En muchos países, incluidos España, estos contratos fueron declarados secretos, amparados en supuestas razones de seguridad y urgencia, lo que impidió el escrutinio democrático y periodístico. Esta opacidad alimentó una creciente desconfianza pública y suscitó denuncias de expertos y eurodiputados sobre la falta de transparencia en la gestión de los fondos públicos destinados a las farmacéuticas [7].
Fondos de inversión como BlackRock y Vanguard, principales accionistas de farmacéuticas también controlan participaciones en tecnológicas como Google, Facebook y Microsoft. Esta red de intereses cruzados aseguró el alineamiento de narrativas: producción de vacunas, promoción mediática, censura informativa y digitalización sanitaria [8].
Durante la pandemia, las principales plataformas digitales —YouTube, Facebook (Meta) y Twitter— jugaron un papel central en la censura informativa, transformándose en auténticos guardianes del discurso oficial. Estos gigantes tecnológicos establecieron acuerdos formales con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y otras agencias internacionales para identificar, suprimir o marcar como “potencialmente dañinos” aquellos contenidos que contradijeran las directrices oficiales en materia sanitaria [9].
Este sistema de vigilancia digital funcionó mediante algoritmos, etiquetas, desmonetización de publicaciones y, en casos extremos, la eliminación directa de cuentas o vídeos. Médicos que proponían tratamientos alternativos, científicos que cuestionaban la eficacia de las vacunas o ciudadanos que compartían experiencias personales contrarias al discurso dominante fueron silenciados en masa, sin derecho a réplica ni apelación.
Este modelo de censura algorítmica, legitimado por actores privados y ejecutado sin controles democráticos, estableció un precedente inquietante para la libertad de expresión, especialmente en contextos de crisis. Bajo la excusa de combatir la “desinformación médica”, se anuló el debate científico, se desautorizó la experiencia médica crítica y se silenció a parte de la ciudadanía. La alianza entre tecnológicas, verificadores y organismos globales conformó así un ecosistema informativo cerrado, donde la única verdad aceptada era la institucionalmente homologada.
Simultáneamente al despliegue de las medidas sanitarias convencionales, diversos actores institucionales y corporativos comenzaron a promover un nuevo marco de control social basado en la digitalización biomédica y la trazabilidad individual. Bajo el argumento de la seguridad sanitaria y la prevención de futuras pandemias, se invirtieron miles de millones en el desarrollo de sistemas de vigilancia digital, que incluían pasaportes COVID, plataformas de identificación sanitaria, monitoreo de contactos y certificados digitales de vacunación.
Estas tecnologías, adoptadas inicialmente como soluciones temporales, se integraron rápidamente en los sistemas administrativos nacionales y supranacionales, pasando a formar parte de la infraestructura permanente de acceso a derechos y servicios. En muchos países, se requirió la presentación de códigos QR o aplicaciones móviles para viajar, trabajar, asistir a eventos o acceder a espacios públicos. Esta condicionalidad del acceso a la vida civil marcó un cambio radical en la relación entre el ciudadano y el Estado.
El Foro Económico Mundial (FEM) jugó un papel determinante en la legitimación ideológica de este proceso. A través de su iniciativa “The Great Reset”, lanzada oficialmente en junio de 2020, sus dirigentes plantearon que la pandemia ofrecía una “oportunidad histórica” para reformular el contrato social global. En palabras de Klaus Schwab, no se trataba solo de superar una crisis sanitaria, sino de reconstruir el mundo sobre nuevos fundamentos económicos, tecnológicos y de gobernanza [10].
Entre las propuestas defendidas por el Great Reset se encontraban:
- La integración de sistemas de identidad digital universal con expedientes médicos, financieros y sociales.
- La transformación de los modelos de trabajo hacia entornos remotos, monitorizados y automatizados.
- La prioridad de la economía verde y digital, con nuevas formas de medición del valor ciudadano.
- El fomento de un sistema de gobernanza más centralizado, tecnocrático y basado en datos.
Estas ideas no quedaron en el plano teórico. Numerosos gobiernos y organismos internacionales adoptaron sus postulados como hoja de ruta, incorporando términos como “reconstrucción sostenible”, “sociedad resiliente” o “transformación digital” en sus agendas. En realidad, estas expresiones encapsulaban un nuevo paradigma en el que la salud, el comportamiento y el cumplimiento normativo del ciudadano quedarían registrados, evaluados y gestionados digitalmente.
En este contexto, la pandemia no fue únicamente un problema epidemiológico, sino el punto de entrada para redefinir el modelo de sociedad, reemplazando derechos incondicionales por permisos digitales, privacidad por trazabilidad, y soberanía ciudadana por obediencia algorítmica [10].
Este conjunto de acciones revela que la pandemia fue gestionada conforme a una hoja de ruta previa, donde se cruzaban intereses económicos, estructuras de poder global y una narrativa mediática unificada. La falta de transparencia, la censura y la opacidad contractual dejaron un precedente peligroso para el futuro del equilibrio entre salud pública y derechos democráticos.
Referencias
- World Health Organization (WHO). (2022). Programme Budget 2020–2021: Financial Report. https://www.who.int
- Global Policy Forum. (2020). Who controls the WHO? https://www.globalpolicy.org
- Storeng, K. T., & de Bengy Puyvallée, A. (2021). The strategic rise of the global health security agenda in global health governance. Global Public Health, 16(8-9), 1127–1143.
- (2011). Report of the Review Committee on the Functioning of the International Health Regulations (2005) in relation to Pandemic (H1N1) 2009.
- Donors and partners. https://www.gavi.org/investing-gavi/funding/donors
- Johns Hopkins Center for Health Security. (2019). Event 201 Pandemic Tabletop Exercise. https://centerforhealthsecurity.org/event201
- The BMJ. (2022). Covid-19: Pfizer documents reveal lobbying on vaccine policies. BMJ, 377:o1351.
- The Intercept. (2021). Facebook’s secret rules for COVID content.
- Meta Transparency Center. Community Standards Enforcement Report.
[10] Schwab, K., & Malleret, T. (2020). COVID-19: The Great Reset. World Economic Forum.
Capítulo 3: Biología de la COVID-19
La comprensión de la biología del SARS-CoV-2 ha sido uno de los elementos más controvertidos de la pandemia. Mientras que la narrativa oficial describía al virus como un patógeno altamente contagioso y letal, numerosas voces críticas cuestionaron tanto su caracterización como las bases científicas utilizadas para afirmar su aislamiento, transmisión y efectos fisiopatológicos.
El virus SARS-CoV-2 fue presentado como un nuevo coronavirus identificado a partir de muestras respiratorias mediante secuenciación genética y RT-PCR. Sin embargo, el supuesto “aislamiento” del virus ha sido objeto de un intenso debate. Diversos investigadores como la bióloga Almudena Zaragoza, del colectivo Biólogos por la Verdad, sostienen que no se ha logrado aislar el virus siguiendo los postulados clásicos de Koch o Rivers. Zaragoza argumenta que los procedimientos empleados en los estudios oficiales no cumplen con los estándares básicos del aislamiento viral, ya que se utilizan cultivos celulares mezclados con antibióticos, antifúngicos y otros agentes que impiden la observación directa del virus en estado puro. Además, ha destacado que los supuestos aislamientos se basan en secuencias genéticas reconstruidas in silico, sin haber visualizado directamente partículas virales viables obtenidas de pacientes. Esta crítica fue respaldada por expertos internacionales que cuestionaron la validez de los métodos usados para declarar la existencia de un nuevo virus [1].
Zaragoza ha sido una de las voces más activas en el análisis de los fundamentos biológicos de la narrativa oficial. A través de diversas conferencias y publicaciones, ha argumentado que el enfoque adoptado durante la pandemia ha sido reduccionista, al ignorar el papel del ecosistema interno del organismo, el estado del sistema inmunológico y la toxicidad ambiental [1].
Es importante plantearse que los cuadros clínicos atribuidos a la COVID-19 podrían estar relacionados con factores como la exposición prolongada a tóxicos ambientales, estrés oxidativo, inflamación sistémica inducida por una dieta deficiente, sedentarismo, o efectos adversos de tratamientos agresivos administrados sin consenso terapéutico. Esta visión apunta a una comprensión más compleja y multifactorial de la enfermedad, alejada del paradigma lineal virus-enfermedad-protocolo.
La técnica predominante para identificar el SARS-CoV-2 ha sido la RT-PCR, que detecta secuencias de ARN viral sin verificar la presencia de virus vivos ni confirmar su capacidad de replicación o infectividad. En consecuencia, se ha generado confusión entre “detectar fragmentos virales” y “diagnosticar una infección activa” [2]. Estudios como los de Wu et al. y Drosten et al. se basan en secuencias genéticas reconstruidas y no en el aislamiento tradicional del virus [3]. Esta distorsión metodológica ha tenido enormes consecuencias: ha servido para alimentar las estadísticas oficiales de “casos” sin necesidad de que exista una correlación clínica. Esto ha llevado a decisiones sanitarias de gran impacto social y económico sin una base diagnóstica sólida ni criterios médicos integrales.
Otro punto de conflicto ha sido la teoría del contagio. Algunos científicos alternativos han rescatado la teoría del terreno, que pone el énfasis en el estado del organismo receptor más que en la acción específica de un patógeno. Desde esta perspectiva, defendida por autores como Antoine Béchamp y Florence Nightingale, las enfermedades no son causadas exclusivamente por un microbio, sino por un entorno interno propicio a la desregulación biológica [4]. Esta visión, aunque descartada por la medicina oficial, ha sido reivindicada por sectores críticos que consideran que muchos síntomas atribuidos a la COVID-19 podrían también deberse a factores como la intoxicación ambiental, la debilidad inmunológica, el estrés crónico o tratamientos farmacológicos agresivos.
Además, la narrativa oficial sobre la transmisibilidad universal fue matizada por estudios que mostraron que los individuos asintomáticos rara vez eran vectores efectivos de contagio, y que la mera detección de carga viral mediante PCR no equivalía necesariamente a infectividad. Estas observaciones llevaron a algunos investigadores a cuestionar la eficacia de medidas generalizadas como los confinamientos masivos o el uso indiscriminado de mascarillas, y a reclamar un enfoque más personalizado y contextual de la salud pública.
Asimismo, el abordaje clínico de la enfermedad ha estado marcado por una medicalización intensiva, sin priorizar el fortalecimiento de la salud inmunológica general. La respuesta institucional se centró casi exclusivamente en la administración de tratamientos sintomáticos, hospitalización y, sobre todo, vacunación, dejando de lado intervenciones preventivas de bajo coste y alto impacto. Desde una visión integradora, diversos profesionales han señalado la importancia de la vitamina D, el zinc, el ejercicio físico, la nutrición antiinflamatoria y la exposición solar como factores clave en la prevención de cuadros graves. Estas medidas, vinculadas al fortalecimiento del terreno biológico del individuo, fueron ampliamente ignoradas, infravaloradas o incluso ridiculizadas por medios de comunicación y organismos oficiales, que las etiquetaron como “pseudociencia” a pesar de la existencia de estudios que apoyan su eficacia. Este rechazo sistemático refleja un sesgo tecnocrático dominante en la gestión de la pandemia, en el que la intervención farmacológica ha sido privilegiada frente a una visión holística y personalizada de la salud. La marginación de estos enfoques ha limitado las posibilidades de construir una medicina verdaderamente preventiva, accesible y adaptada a las necesidades reales de la población.
Otro aspecto central fue el papel de la inmunidad natural frente a la inducida por vacunación. Investigaciones publicadas en revistas como BMJ Medical Ethics y International Journal of Public Health han puesto en duda la superioridad de la inmunidad artificial. Estudios concluyen que no existen pruebas concluyentes de que la inmunidad generada por las vacunas sea más eficaz o duradera que la natural [5][6].
Diversos trabajos científicos han destacado que, en muchas personas, la exposición a cepas previas de coronavirus pudo haber generado una respuesta inmunológica cruzada que ofrecía una protección robusta frente al SARS-CoV-2. Esta inmunidad preexistente, mediada por linfocitos T y mecanismos de memoria inmunitaria, habría contribuido a explicar por qué muchas personas no desarrollaron síntomas graves a pesar de haber sido infectadas.
En contraste, la inmunidad inducida por las vacunas mostró una eficacia decreciente frente a nuevas variantes del virus, especialmente en el caso de las formulaciones basadas en la cepa original de Wuhan. Ello obligó a implementar dosis de refuerzo periódicas, lo que llevó a cuestionar la sostenibilidad y racionalidad del modelo vacunocéntrico adoptado globalmente.
Además, la narrativa institucional minimizó los posibles beneficios de haber superado la infección de forma natural. En muchos países, las personas con inmunidad natural no fueron reconocidas oficialmente como protegidas, obligándolas a vacunarse para obtener certificados COVID, lo que generó críticas desde el ámbito médico y ético por tratarse de una medida desproporcionada.
Este enfoque restrictivo no solo ignoró evidencia científica relevante, sino que también alimentó la percepción de que los criterios de salud pública estaban siendo subordinados a intereses regulatorios o comerciales. El menosprecio hacia la inmunidad natural se convirtió así en un símbolo de la falta de pluralismo científico en la gestión de la pandemia [5][6].
Referencias
- Zaragoza Velilla, A. (2025, 11 de marzo). EL “VIRUS” NO HA SIDO AISLADO CORRECTAMENTE. El Conservador CR. Recuperado de https://www.elconservadorcr.com/el-virus-no-ha-sido-aislado-correctamente
- Kary Mullis. “PCR no detecta enfermedades infecciosas”. Entrevista en Focus Live.
- Wu F. et al. “A new coronavirus associated with human respiratory disease in China.” Nature, 2020; 579:265–269. Corman, V. et al. “Detection of 2019 novel coronavirus (2019-nCoV) by real-time RT-PCR.” Eurosurveillance, 2020.
- Pearson, R.B. “Pasteur: Plagiador e impostor.”
- “COVID-19 Vaccine Mandates and Natural Immunity: Evidence-Based Ethics.” BMJ Medical Ethics, 2022.
- “Questioning the Superiority of Vaccine-Induced Immunity.” J. Public Health, 2025.
Capítulo 4: El papel de los medios de comunicación
Desde los primeros compases de la pandemia, los medios de comunicación desempeñaron un papel central en la configuración del relato dominante sobre la COVID-19. Su actuación no se limitó a informar; por el contrario, participaron activamente en la construcción de un estado de alarma permanente, amplificando mensajes institucionales sin someterlos al más mínimo contraste crítico y excluyendo voces científicas o médicas disidentes. Esta alineación sin matices con la narrativa oficial contribuyó a moldear la percepción social de la pandemia, alimentando el miedo, la polarización y la aceptación acrítica de medidas excepcionales.
Durante los primeros meses de 2020, los informativos, las tertulias y los titulares de prensa proyectaron una imagen apocalíptica del virus. Se sucedían imágenes de hospitales saturados, féretros acumulados y ciudadanos exhaustos. Las cifras de muertos y contagios eran presentadas fuera de contexto, sin diferenciar entre fallecimientos “por” COVID-19 y “con” COVID-19, ni establecer comparaciones con la mortalidad estacional habitual. La comunicación del riesgo se realizó de forma hiperbólica, alimentando una alarma social sin precedentes en tiempos de paz [1].
La insistencia con la que se repitieron mensajes como “quédate en casa”, “salvar vidas” o “la vacuna es segura y eficaz” convirtió la retórica informativa en una forma de propaganda emocional. La cobertura informativa recurrió de manera sistemática a testimonios lacrimógenos, música inquietante y datos acumulativos diarios que reforzaban una percepción constante de peligro. El lenguaje utilizado se cargó de tintes bélicos: se hablaba de “lucha contra el virus”, “frente sanitario” o “héroes de la pandemia”, lo que consolidó una visión maniquea de la situación en la que toda crítica era interpretada como traición a la causa común.
No hubo espacio para el cuestionamiento de políticas públicas ni para el análisis de los costes sociales, económicos y sanitarios de las medidas adoptadas. El debate fue sustituido por el alineamiento discursivo, y cualquier duda o discrepancia fue interpretada como una amenaza. La cobertura mediática evitó deliberadamente la pluralidad, etiquetando como “desinformación” cualquier contenido que no coincidiera con los postulados oficiales, incluso cuando provenía de expertos de reconocido prestigio [2]. Los algoritmos de las plataformas digitales, en colaboración con verificadores financiados por grandes tecnológicas, contribuyeron a invisibilizar voces críticas y a reforzar un ecosistema informativo cerrado.
Este fenómeno alcanzó su punto álgido durante el debate sobre las vacunas, donde se negaron sistemáticamente espacios a investigadores que cuestionaban la seguridad, la eficacia o el marco ético de la vacunación masiva. Estudios que planteaban dudas razonables sobre los efectos secundarios o la necesidad de ciertas dosis de refuerzo fueron marginados, a menudo sin rebatirse con argumentos científicos. La supresión del disenso impidió una evaluación equilibrada de riesgos y beneficios, lo que debilitó la confianza social y afectó a la credibilidad de las propias instituciones sanitarias. Esta homogeneización forzada del discurso científico y político constituye uno de los rasgos más preocupantes de la gestión comunicativa durante la pandemia [2].
Las plataformas digitales, en colaboración con medios tradicionales y organismos internacionales, censuraron masivamente contenidos alternativos. Vídeos de médicos explicando protocolos exitosos, artículos científicos que cuestionaban la eficacia de ciertas restricciones o testimonios de personas afectadas por efectos adversos de las vacunas fueron eliminados, ocultados o desmonetizados [3]. Esta censura no solo atentó contra la libertad de información, sino que también impidió un debate necesario sobre la proporcionalidad y legitimidad de las decisiones adoptadas.
Las grandes plataformas tecnológicas como Google, Facebook, Twitter y YouTube colaboraron abiertamente con gobiernos y organismos como la OMS para diseñar políticas de supresión de información disidente. Este fenómeno fue documentado en informes del BMJ, donde se denunció que Facebook llegó a censurar artículos revisados por pares que cuestionaban aspectos de la campaña de vacunación [3]. La empresa Google, por su parte, modificó sus algoritmos para priorizar fuentes consideradas “fiables”, lo que en la práctica se tradujo en una jerarquización artificial de contenidos conforme a la narrativa dominante, excluyendo cualquier análisis crítico.
Además, YouTube eliminó miles de vídeos en los que se abordaban tratamientos alternativos, testimonios de víctimas de efectos adversos y análisis de datos que no concordaban con la narrativa gubernamental. Este proceso de censura automatizada se basaba en guías comunitarias opacas y criterios interpretativos desarrollados en colaboración con organizaciones como la OMS, sin un sistema efectivo de apelación.
En España, medios como RTVE, La Sexta, El País o El Mundo repitieron sin cesar los mensajes de los ministerios de Sanidad e Interior, convirtiéndose en altavoces del discurso gubernamental. Apenas se ofreció cobertura a manifestaciones pacíficas, a colectivos médicos contrarios al relato oficial, o a ciudadanos que expresaban dudas razonables. Cuando se los mencionaba, era para ridiculizarlos o asociarlos con el extremismo o la ignorancia [4].
El fenómeno de los “verificadores de hechos” cobró un protagonismo inusitado. Organizaciones como Newtral o Maldita.es se erigieron en árbitros únicos de la verdad, sin estar sometidas a mecanismos claros de supervisión ni transparencia en sus criterios de evaluación. Estas entidades, financiadas en parte por fundaciones privadas, gobiernos y plataformas tecnológicas, operaron como mecanismos de censura encubierta, desacreditando cualquier discurso alternativo sin posibilidad de réplica o revisión independiente. Incluso llegaron a marcar como “engañosos” estudios revisados por pares si estos cuestionaban los dogmas sanitarios impuestos.
Además, se consolidó una relación estrecha entre los grandes grupos mediáticos y empresas tecnológicas con intereses cruzados en el ámbito farmacéutico. Fundaciones como la de Bill y Melinda Gates financiaron campañas de concienciación y contenidos editoriales, mientras que organizaciones de verificación como Maldita o Newtral colaboraban activamente con redes sociales para censurar información “no verificada” [5]. Esta concentración de poder mediático y su vinculación con entidades privadas redujo drásticamente la independencia periodística y erosionó la confianza de la ciudadanía en los medios de comunicación.
El periodismo dejó de ejercer su función de contrapoder. En lugar de fiscalizar al Gobierno, se convirtió en parte de su maquinaria comunicativa. Las ruedas de prensa sin preguntas, los datos oficiales sin auditoría independiente y las ruedas informativas uniformes sustituyeron el pluralismo por la obediencia. La crítica fue reemplazada por el adoctrinamiento y el miedo por la pedagogía basada en el pánico [6]. El propio Consejo de Europa, en un informe de 2021, alertó sobre el impacto de la desinformación institucional y la erosión del derecho a recibir información veraz y plural como derecho fundamental.
Este fenómeno no se limitó al ámbito nacional. En todo el mundo, periodistas independientes, médicos disidentes y académicos críticos fueron objeto de campañas coordinadas de desprestigio. Reporteros como Sharyl Attkisson o John Pilger denunciaron que la censura durante la pandemia superó incluso los estándares de los regímenes autoritarios. Los medios alternativos, como The Defender o Brownstone Institute, fueron tildados de “peligrosos” por el simple hecho de ofrecer enfoques divergentes, en una clara muestra de intolerancia informativa.
El impacto de este fenómeno sobre la democracia y la salud pública es profundo. Sin información libre, plural y veraz, los ciudadanos no pueden tomar decisiones informadas ni exigir responsabilidades. La ausencia de un periodismo crítico durante la pandemia ha dejado una herida abierta que solo podrá cerrarse con una profunda reflexión colectiva sobre el papel de los medios, la necesidad de transparencia y el derecho de la sociedad a conocer la verdad desde múltiples ángulos.
Las agencias de verificación españolas han establecido acuerdos formales con Facebook (Meta) y otras plataformas para etiquetar, ocultar o suprimir contenidos que consideren falsos o engañosos [7]. Esta función les otorga un poder desproporcionado: sin control judicial ni rendición de cuentas, deciden qué información es válida y cuál debe desaparecer del espacio público.
Pese a su apariencia de neutralidad, estas entidades reciben apoyo de programas europeos como EDMO (European Digital Media Observatory), apoyados por la Comisión Europea, y han participado en iniciativas del Foro Económico Mundial y Google News Initiative [8]. Estas fuentes de financiación y vinculación institucional plantean interrogantes legítimos sobre la independencia editorial y el sesgo en la labor de verificación que ejercen. No se trata únicamente de aportaciones puntuales o simbólicas, sino de un esquema estructural que las integra en redes de gobernanza de la información, promovidas desde organismos que han liderado la respuesta política y comunicativa durante la pandemia.
Esta vinculación con instituciones que tienen una agenda política y económica definida debilita la percepción de imparcialidad que estas entidades proyectan públicamente. Al depender económicamente de actores como la Comisión Europea, Google o el propio Foro Económico Mundial, sus criterios de verificación tienden a alinearse con los marcos de verdad establecidos por esas mismas instituciones. Así, cualquier narrativa disidente, incluso si está basada en evidencia científica o proviene de expertos cualificados, corre el riesgo de ser automáticamente invalidada por salirse del consenso oficial.
El resultado es una dinámica informativa fuertemente centralizada, en la que el pluralismo y la confrontación de ideas se ven desplazados por un régimen de validación vertical. En lugar de favorecer el pensamiento crítico y la deliberación pública, se impone un modelo en el que las plataformas, los verificadores y los organismos internacionales operan en sintonía para sostener un relato homogéneo, blindado ante el disenso. Esta arquitectura, que algunos califican ya como un sistema de control epistémico, ha generado una creciente preocupación sobre el futuro de la libertad de expresión y la autonomía intelectual en las sociedades democráticas [8].
Durante la crisis del COVID-19, los verificadores actuaron de forma coordinada para invalidar cualquier versión crítica respecto a la narrativa oficial: dudas sobre la eficacia de las vacunas, críticas a los confinamientos, propuestas terapéuticas alternativas o cuestionamientos al pasaporte COVID fueron etiquetados como “desinformación”, incluso cuando procedían de científicos de prestigio o revistas revisadas por pares [9].
En muchos casos, la supuesta “verificación” consistía en desacreditar titulares, descontextualizar estudios o emplear argumentos de autoridad sin réplica. Mientras tanto, los comunicados oficiales de farmacéuticas como Pfizer o Moderna eran reproducidos sin escrutinio, incluso cuando más tarde se demostraba que ocultaban información relevante.
Newtral, en su calidad de socio de verificación de Meta, fue responsable de restringir el alcance de miles de publicaciones en Facebook e Instagram. El usuario no era informado de qué criterio se había aplicado, ni tenía la posibilidad de apelar eficazmente. Sus informes, presentados como neutrales, ocultaban su vinculación con medios corporativos y su alineación con el discurso institucional.
Maldita.es, por su parte, se convirtió en socio estratégico del Gobierno español para combatir la “desinformación”, participando en campañas de comunicación institucional y siendo citado en informes del Ministerio de Sanidad [10].
Ambas entidades operaron como entes parapúblicos, sin serlo legalmente, y contribuyeron a crear un entorno en el que la duda se convirtió en sospecha, y el escepticismo en delito moral.
Numerosos profesionales fueron víctimas de esta represión digital. Entre ellos, médicos como Peter McCullough, investigadores como Robert Malone, y periodistas independientes, cuyas advertencias sobre la miocarditis o la inmunidad natural resultaron ser ciertas tiempo después.
Esta censura se aplicó también a ciudadanos corrientes, activistas, colectivos disidentes o simples padres que compartían sus dudas. El resultado fue una sociedad amordazada, donde solo se podía opinar dentro de los márgenes definidos por las plataformas y sus aliados verificadores.
La International Fact-Checking Network (IFCN), creada por la Fundación Poynter, actúa como entidad madre que certifica a los verificadores a nivel global. Esta red establece los principios de integridad y metodología que los verificadores deben seguir para ser considerados “independientes”. Sin embargo, dicha certificación se otorga dentro de una estructura de financiación que plantea serios conflictos de interés: la IFCN recibe apoyo económico directo de gigantes tecnológicos como Google y Meta, así como de la Fundación Bill y Melinda Gates. Estas entidades no son neutrales en la construcción del discurso global, ya que participan activamente en la financiación de campañas de salud pública, control de contenidos digitales y regulación informativa [11].
El resultado es una dinámica informativa fuertemente centralizada, en la que el pluralismo y la confrontación de ideas se ven desplazados por un régimen de validación vertical. En lugar de favorecer el pensamiento crítico y la deliberación pública, se impone un modelo en el que las plataformas, los verificadores y los organismos internacionales operan en sintonía para sostener un relato homogéneo, blindado ante el disenso. Esta arquitectura, que algunos califican ya como un sistema de control epistémico, ha generado una creciente preocupación sobre el futuro de la libertad de expresión y la autonomía intelectual en las sociedades democráticas.
A su vez, los verificadores españoles no están sujetos a ningún tipo de supervisión judicial, parlamentaria ni ciudadana. No existen mecanismos de apelación independientes, ni criterios públicos y auditables. La transparencia, que exigen a los demás, brilla por su ausencia en su propio funcionamiento.
Referencias
- Irujo, J.M. “COVID y miedo: el relato mediático que paralizó la sociedad”. El Independiente, 2021.
- Greenwald, G. “The ‘Disinformation’ Industry: New Threats to Free Expression”. Substack, 2022.
- The BMJ. “Facebook censors BMJ article on vaccine transparency”. BMJ, 2021.
- Sánchez, D. “Manifestaciones contra las mascarillas en Colón: una crónica invisibilizada”. Diario 16, 2020.
- Redacción. “Maldita y Newtral, financiadas por entidades privadas con intereses en vacunas”. Periodistas por la Verdad, 2022.
- Navarro, V. “Silencio y obediencia: el fracaso del periodismo durante la pandemia”. Cuarto Poder, 2022.
- (2021). Colaboración con Facebook como verificador de contenido. https://www.newtral.es
- (2023). Grants and fact-checking partners. https://edmo.eu
- Brown, C. (2022). Deplatformed scientists: when moderation becomes censorship. The BMJ Opinion.
- Gobierno de España. (2021). Informe sobre desinformación y COVID-19. Ministerio de Sanidad.
- Poynter Institute. (2022). IFCN Transparency Statement. https://www.poynter.org/ifcn
Capítulo 5: Mascarillas, distanciamiento y sumisión
Desde los primeros meses de la pandemia, la imposición del uso obligatorio de mascarillas y el distanciamiento físico se convirtió en uno de los pilares más visibles de las políticas de control social. Estas medidas, presentadas como esenciales para frenar la propagación del virus, se aplicaron de forma generalizada y prolongada, a menudo sin un respaldo científico sólido y sin atender a criterios contextuales como la situación epidemiológica local, la ventilación o el perfil de riesgo individual.
La mascarilla fue convertida en símbolo de obediencia, civismo y responsabilidad. Su uso pasó rápidamente de ser una recomendación limitada a contextos sanitarios a una obligación universal, incluso al aire libre y en personas solas caminando por la calle o en el campo. En España, el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, estableció la obligatoriedad del uso de mascarilla incluso en espacios abiertos, algo que posteriormente fue endurecido con la Ley 2/2021, de 29 de marzo. Estas disposiciones ignoraron la evolución de la evidencia científica que sugería que el riesgo de transmisión en espacios abiertos era prácticamente nulo [1].
Numerosos expertos y revisiones sistemáticas —incluyendo las del propio Cochrane Institute— han señalado que la evidencia sobre la eficacia de las mascarillas en la reducción significativa de contagios en entornos comunitarios es débil o poco concluyente [2]. Un metaanálisis de Jefferson et al. (2023), publicado en Cochrane Database of Systematic Reviews, concluyó que las mascarillas quirúrgicas y de tela tienen un efecto muy limitado en la prevención de enfermedades respiratorias virales [3]. Esta conclusión ha sido respaldada por otros estudios críticos que alertan sobre el uso inadecuado de las mascarillas fuera de contextos clínicos, especialmente cuando no se acompaña de una estrategia integrada de prevención.
Además, un análisis crítico publicado como “Evidence for Community Face Masking to Limit the Spread of SARS-CoV-2” cuestiona la generalización del uso comunitario de mascarillas como herramienta eficaz, argumentando que la mayoría de los estudios que las respaldan presentan debilidades metodológicas significativas [4].
Las mascarillas se impusieron también en espacios donde su uso resultaba claramente desproporcionado. Se obligó a niños de tan solo seis años a usarlas durante horas en clase, a deportistas en exteriores y a ciudadanos en espacios naturales. Esta generalización contribuyó a crear una imagen constante de amenaza invisible, reforzando el miedo colectivo y normalizando una estética de distanciamiento y sospecha.
Además, se omitió el debate sobre los efectos adversos del uso continuado de mascarillas, tanto en términos físicos (problemas dermatológicos, cefaleas, molestias respiratorias) como psicológicos (sensación de aislamiento, ansiedad, dificultad para comunicarse). Estudios como los realizados por Kisielinski et al. (2021) identificaron síntomas frecuentes en usuarios de mascarilla prolongada, como fatiga, irritación cutánea, disnea leve y cefaleas [5]. Este mismo equipo, en un análisis ampliado, destacó que el uso cotidiano de mascarillas puede generar un “síndrome de agotamiento inducido por mascarilla” (MIES, por sus siglas en inglés), con implicaciones clínicas relevantes.
La política de distanciamiento social fue igualmente rígida e indiscriminada. Desde los primeros meses de la pandemia, se aplicaron normas generalizadas que alteraron profundamente las dinámicas sociales cotidianas. Se limitaron drásticamente las reuniones privadas, tanto en interiores como en exteriores, restringiendo el número de asistentes incluso dentro de los propios domicilios. Se prohibieron expresamente gestos tan fundamentales como los besos, los abrazos o los apretones de manos, que forman parte esencial del tejido relacional humano y de las formas de afecto y consuelo en momentos de crisis.
Los rituales sociales básicos, como velatorios, bodas, celebraciones familiares o encuentros comunitarios, fueron suspendidos o reducidos a su mínima expresión. En algunos casos, estas restricciones llegaron a extremos que impidieron incluso acompañar a los seres queridos en sus últimos momentos de vida, provocando un sufrimiento emocional difícilmente cuantificable.
Este aislamiento forzoso generó un impacto directo en la salud mental de la población, especialmente entre los grupos más vulnerables como personas mayores, adolescentes, y personas con trastornos preexistentes. Tanto el Consejo General de Psicología de España (2021) como el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) alertaron de un notable incremento de síntomas depresivos, ansiedad, sentimientos de soledad y angustia vital [6]. Estos efectos no fueron ni imprevistos ni anecdóticos: fueron documentados de forma reiterada y deberían haber sido considerados en la ponderación de las medidas.
Sin embargo, las políticas públicas no contemplaron estrategias complementarias para mitigar estos daños colaterales. Lejos de aplicar un enfoque equilibrado o adaptativo, el discurso institucional tendió a culpabilizar a quienes cuestionaban el aislamiento o proponían alternativas más humanas. El distanciamiento físico, inicialmente presentado como medida temporal, se transformó en una nueva norma social impuesta desde arriba, sin espacio para la deliberación ni el análisis del coste emocional y psicológico que implicaba para millones de personas.
El mensaje institucional fue claro: cualquier contacto humano era una amenaza, y la protección absoluta pasaba por la separación física, el silencio y la supresión del vínculo espontáneo. Esta narrativa deshumanizante caló profundamente, generando rupturas familiares, aislamiento de personas mayores, patologías ansiosas y una infantilización del comportamiento social.
El uso obligatorio de mascarillas se mantuvo incluso después de que se constatara su ineficacia para frenar contagios en ambientes no clínicos. Por ejemplo, en el ámbito escolar español, no se levantó la obligatoriedad hasta abril de 2022, a pesar de que la mayoría de los países europeos ya la habían retirado mucho antes [7]. En Alemania, Países Bajos y Dinamarca, el uso en niños se consideró contraproducente.
Paralelamente, la mascarilla se convirtió en un símbolo de división social, más allá de su función sanitaria. Desde el inicio, se transmitió a través de medios e instituciones una lectura moral del uso de mascarilla: quien la llevaba era considerado “responsable”, “solidario” y “consciente del bien común”; en cambio, quien cuestionaba su uso —ya fuera por razones médicas, científicas o éticas— era inmediatamente estigmatizado como “insolidario”, “egoísta” o incluso “negacionista”.
Este fenómeno generó una dinámica de polarización social, en la que la imagen externa del ciudadano —su rostro cubierto o no— se transformó en criterio para emitir juicios morales y sanciones simbólicas. Personas sin mascarilla eran objeto de reproches públicos, miradas acusadoras, enfrentamientos verbales o grabaciones difundidas en redes sociales. En algunos casos, ciudadanos se sintieron legitimados para denunciar a otros ante las autoridades, alentados por mensajes institucionales que apelaban a la “vigilancia ciudadana” como parte del esfuerzo colectivo.
Lo que en un principio se presentó como una “recomendación sanitaria” derivó rápidamente en un mecanismo de control conductual. La mascarilla dejó de ser un instrumento médico para convertirse en un dispositivo de obediencia visible, un marcador social que distinguía entre quienes “cumplían” y quienes “ponían en peligro al resto”. Esta lectura binaria de la realidad erosionó la convivencia y provocó una creciente intolerancia hacia la discrepancia.
Diversos pensadores contemporáneos han reflexionado sobre esta deriva. Autores como Giorgio Agamben y Byung-Chul Han han descrito esta forma de organización social como una psicología de la sumisión colectiva, en la que el miedo, la presión social y el deseo de aceptación llevan a los individuos a interiorizar normas sin cuestionarlas. En sus análisis, la mascarilla representa la materialización del consentimiento automático, una forma de control que se ejerce desde abajo, entre iguales, y que transforma la comunidad en un dispositivo de autocensura y vigilancia [8].
Durante la pandemia, apenas se permitió un debate abierto sobre la proporcionalidad del uso de mascarillas. Las redes sociales aplicaron censura automatizada a publicaciones que compartían estudios científicos críticos [9].
El uso de mascarillas, más allá de su valor como barrera física, se convirtió así en un mecanismo de control conductual. La obligación permanente de llevarla promovió la interiorización de un estado de alerta constante. Su función simbólica como recordatorio del peligro omnipresente fue más poderosa que su función sanitaria real.
Referencias
- Real Decreto-ley 21/2020 y Ley 2/2021, BOE
- Mask use in the context of COVID-19. Interim guidance, 2020.
- Jefferson T. et al. Physical interventions to interrupt or reduce the spread of respiratory viruses. Cochrane Database of Systematic Reviews, 2023.
- Evidence for Community Face Masking to Limit the Spread of SARS-CoV-2: A Critical Review.
- Kisielinski K. et al. Is a Mask That Covers the Mouth and Nose Free from Undesirable Side Effects in Everyday Use and Free of Potential Hazards? Int J Environ Res Public Health. 2021.
- Consejo General de Psicología de España. Informe sobre salud mental y pandemia. 2021.
- Ministerio de Sanidad. Comunicado sobre el fin de uso obligatorio en centros escolares. Abril 2022.
- Agamben G. ¿En qué punto estamos?. Ed. Adriana Hidalgo, 2020; Han B.-C. La sociedad paliativa. Herder, 2021.
- Collado S. y Pérez A. Censura y pandemia: redes sociales y libertad de expresión. Rev. Comunicación, 2022.
Capítulo 6: PCR y la construcción de la pandemia
Pocos instrumentos han sido tan determinantes en la gestión de la pandemia de COVID-19 como la prueba PCR (Reacción en Cadena de la Polimerasa). Sin embargo, su aplicación masiva como método diagnóstico de infección activa ha sido objeto de numerosas críticas desde el ámbito científico, legal y ético. Lejos de ser una herramienta infalible, el uso de la PCR tal y como se implementó globalmente contribuyó a una percepción distorsionada de la realidad epidemiológica, facilitando políticas desproporcionadas basadas en “casos” sin síntomas ni criterio clínico.
La técnica PCR, desarrollada en los años 80 por Kary Mullis (Premio Nobel de Química 1993), permite amplificar fragmentos específicos de material genético para su detección. En el contexto de la COVID-19, se aplicó para detectar la presencia de secuencias del SARS-CoV-2 a partir de muestras nasofaríngeas. No obstante, su inventor advirtió que la PCR no debía usarse como herramienta diagnóstica en enfermedades infecciosas sin un marco clínico completo [1].
Las PCR detectan fragmentos de ARN viral, no virus completo ni necesariamente viable, lo que significa que una persona puede dar positivo aun sin estar infectada ni ser contagiosa. El resultado depende de múltiples factores: calidad de la muestra, momento del ciclo infeccioso, diseño del kit y, especialmente, el número de ciclos de amplificación.
Uno de los parámetros más relevantes de la PCR es el umbral de ciclo (Ct), que indica cuántas veces se ha duplicado el material genético para obtener una señal detectable. Cuanto más alto el Ct, menor la carga viral. Diversos estudios muestran que a partir de 30–35 ciclos, el virus es raramente viable, y a más de 35 el resultado positivo suele carecer de significado clínico [2].
Sin embargo, durante buena parte de la pandemia se utilizaron Ct superiores a 35, llegando hasta 45 en algunos laboratorios. Esto disparó el número de positivos detectados y, por tanto, infló artificialmente las cifras de “casos” [3].
Pese a las advertencias de expertos y publicaciones científicas, las autoridades sanitarias no exigieron reportar ni limitar el Ct de los test realizados, convirtiendo a la PCR en un instrumento de gestión política más que de diagnóstico preciso. Documentos como los informes del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM) de mayo de 2020 alertaron ya entonces sobre los riesgos de un uso indiscriminado de estas pruebas sin criterios clínicos claros ni estrategia de confirmación diagnóstica [4][5].
Una de las mayores novedades —y anomalías— de la pandemia de COVID-19 fue la aparición de millones de personas clasificadas como “casos positivos asintomáticos”. Este concepto, ampliamente difundido, contribuyó al miedo social y justificó medidas como confinamientos, cuarentenas indiscriminadas y pasaportes sanitarios.
Este uso excesivo del número de ciclos amplificó fragmentos virales residuales que podían corresponder a infecciones pasadas o incluso a contaminaciones cruzadas, generando una gran cantidad de falsos positivos clínicos. Al no estar asociado el resultado positivo necesariamente a la presencia de virus activo, se multiplicaron los “casos” notificados, aunque la persona no presentara síntomas ni fuera contagiosa [6].
En consecuencia, las cifras oficiales de casos diarios resultaron artificialmente infladas, lo cual sirvió para justificar políticas de confinamiento, restricciones sociales y cierres económicos. La ausencia de un estándar internacional uniforme sobre el valor Ct aceptable, y la falta de transparencia en su aplicación por parte de las autoridades sanitarias, restó validez epidemiológica a los datos utilizados para la toma de decisiones.
Este uso no calibrado de la PCR como herramienta diagnóstica tuvo repercusiones masivas, no solo sobre el seguimiento de la pandemia, sino también sobre la percepción pública del riesgo. Personas asintomáticas, sin carga viral significativa ni capacidad de contagio, fueron tratadas como positivos equivalentes a enfermos activos, lo que alteró el debate científico, desvirtuó las estadísticas y alimentó el alarmismo institucional [7].
Al no establecerse una diferenciación clara entre positivos asintomáticos, infecciones pasadas, reinfecciones o verdaderos casos clínicos, la narrativa epidemiológica perdió solidez científica, pero ganó eficacia comunicativa. Se generó así un relato continuo de urgencia sanitaria, en el que la pandemia parecía no tener fin y requería nuevas dosis, nuevas restricciones y tecnologías de control.
El uso de la PCR como único criterio para definir un caso de COVID-19 implicó una serie de abusos semánticos que alteraron profundamente la percepción social de la pandemia. Términos como “caso”, “infectado”, “positivo”, “enfermo” y “contagiador” se utilizaron de manera indistinta, cuando en realidad tienen significados distintos y deben ser contextualizados.
Esta manipulación fue especialmente eficaz en los medios de comunicación, que informaban diariamente del número de “contagios” nuevos —en realidad, PCR positivas— sin explicar que la mayoría no desarrollaban síntomas ni requerían tratamiento. La narrativa del miedo se construyó sobre estas cifras, no sobre indicadores clínicos ni de mortalidad real.
Numerosos expertos, entre ellos el inmunólogo suizo Jean-François Saluzzo, denunciaron que el uso descontextualizado de la PCR conducía a decisiones sanitarias erróneas. En Alemania, tribunales regionales dictaminaron que un resultado PCR positivo no podía considerarse prueba suficiente para decretar cuarentenas o cierres [8]. En Estados Unidos, expertos como Braunstein et al. alertaron también sobre la alta probabilidad de falsos positivos y propusieron criterios para evaluar la validez de un resultado positivo [9].
En España, pese a los recursos jurídicos presentados, las autoridades sanitarias continuaron utilizando el test como pilar de su política epidemiológica. Se impusieron restricciones, aislamientos forzosos y despidos basados exclusivamente en PCR, sin evaluar síntomas ni riesgo real.
La prueba PCR, convertida en el fetiche tecnológico de la pandemia, dejó de ser una herramienta de laboratorio para transformarse en un arma de gestión política y control social. Su mal uso permitió sostener la narrativa de emergencia constante, justificar confinamientos y dividir a la población entre “positivos” y “negativos”, con implicaciones que van más allá del ámbito sanitario.
La falta de control en su aplicación, la ocultación del Ct y la ausencia de correlación clínica en millones de diagnósticos configuran uno de los pilares más frágiles —y manipulados— de toda la estrategia frente a la COVID-19.
Referencias
- Mullis, K. (1993). Nobel Lecture: The Polymerase Chain Reaction. org.
- Jefferson, T., et al. (2021). Viral cultures for COVID-19 infectious potential assessment – a systematic review. Clinical Infectious Diseases, 73(11), e3884–e3899.
- La Scola, B., et al. (2020). Viral RNA load as determined by cell culture as a management tool for discharge of SARS-CoV-2 patients from infectious disease wards. European Journal of Clinical Microbiology & Infectious Diseases, 39, 1059–1061.
- Informe 1 para el Consejo General de Colegios de Médicos sobre test diagnósticos para COVID-19, OMC, 5 mayo 2020.
- Informe 4 para la Comisión Asesora COVID-19 OMC sobre test diagnósticos masivos a poblaciones.
- Madewell, Z. J., et al. (2021). Factors associated with household transmission of SARS-CoV-2: an updated systematic review and meta-analysis. JAMA Network Open, 4(8), e2122240.
- Rancourt, D. G., et al. (2021). Evaluation of the SARS-CoV-2 pandemic: A scientific review of the current evidence. ResearchGate Preprint.
- Tribunal Administrativo de Weimar. (2021). Urteil zum PCR-Test und den Maßnahmen in Schulen. https://2020news.de
- Braunstein GD, Schwartz L, Hymel P, Fielding J. (2021). False Positive Results With SARS-CoV-2 RT-PCR Tests and How to Evaluate a RT-PCR-Positive Test for the Possibility of a False Positive Result. J Occup Environ Med. 63(3):e159-e162.
Capítulo 7: Vacunación masiva: tecnología y control
La campaña mundial de vacunación contra la COVID-19 se presentó desde el inicio como un hito científico y sanitario sin precedentes. Sin embargo, el despliegue acelerado de las vacunas, la introducción de tecnologías genéticas inéditas y el uso de estrategias de presión y condicionamiento social han dado lugar a una de las controversias más intensas de la historia reciente de la medicina. A medida que se desvelaban aspectos ocultos sobre los ensayos clínicos, las condiciones contractuales, la eficacia real de las vacunas y sus efectos secundarios, la narrativa inicial fue perdiendo cohesión, alimentando una creciente demanda de transparencia y revisión crítica.
Las vacunas desarrolladas por Pfizer-BioNTech y Moderna, basadas en la tecnología de ARN mensajero (ARNm), fueron promocionadas como un avance disruptivo en la lucha contra el SARS-CoV-2. A diferencia de las vacunas clásicas que introducen versiones inactivadas o atenuadas del virus, estas nuevas formulaciones contienen instrucciones genéticas que inducen a las células humanas a producir la proteína Spike del virus. Esta proteína es luego reconocida por el sistema inmune, que genera una respuesta defensiva.
No obstante, desde diversos sectores científicos se ha advertido que las vacunas basadas en ARNm se alejan significativamente del concepto clásico de vacuna. A diferencia de las vacunas convencionales, que introducen al organismo una versión atenuada o inactivada del patógeno (o fragmentos del mismo) para inducir una respuesta inmunológica controlada, las vacunas de ARNm operan mediante la introducción de instrucciones genéticas para que las propias células del cuerpo produzcan una proteína viral específica —en este caso, la proteína espiga (spike) del SARS-CoV-2—. Este mecanismo sitúa a las vacunas de ARNm más cerca de la biotecnología aplicada a la terapia génica que de la inmunización tradicional.
El uso de esta tecnología supuso una auténtica novedad en la medicina aplicada a gran escala, y aunque se presentó como segura y transitoria, algunas voces científicas han planteado reservas sobre sus posibles efectos a medio y largo plazo. Entre las preocupaciones emergentes figura la posibilidad de que el ARNm no permanezca exclusivamente dentro de las células diana, sino que pueda escapar hacia otras partes del organismo mediante mecanismos biológicos no previstos.
En ese sentido, investigaciones posteriores como la de Federico (2025) han planteado la hipótesis de una diseminación extracelular del ARNm a través de vesículas extracelulares, estructuras que las células utilizan naturalmente para transportar moléculas entre sí [2]. Estas vesículas podrían, según esta línea de investigación, actuar como vectores secundarios del ARNm vacunal, permitiendo su circulación por el organismo más allá del sitio de inyección.
El autor alerta sobre la posibilidad de que este mecanismo contribuya a efectos no localizados y a interacciones no deseadas con otros tejidos u órganos, así como a posibles consecuencias epigenéticas aún no suficientemente estudiadas. Aunque la hipótesis requiere más evidencia empírica, plantea interrogantes fundamentales sobre la seguridad integral de una tecnología aplicada por primera vez de forma masiva en población sana, sin un conocimiento profundo de todos sus mecanismos biológicos.
Este tipo de advertencias no implican necesariamente un rechazo categórico de la tecnología, pero sí señalan la necesidad de un mayor rigor, transparencia y prudencia en la evaluación de los efectos biológicos de las vacunas de ARNm, así como una revisión crítica del marco regulatorio que permitió su aprobación acelerada y aplicación global [2].
Uno de los elementos más controvertidos en torno a la vacunación contra la COVID-19 ha sido la falta de transparencia en los ensayos clínicos y en la autorización de emergencia de las vacunas, especialmente en el caso de la farmacéutica Pfizer. En un hecho sin precedentes, la compañía solicitó a la Agencia de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA) que los documentos relacionados con su vacuna fueran confidenciales durante 75 años, es decir, hasta el año 2096. Este intento de blindaje informativo generó una fuerte reacción pública y judicial, ya que afectaba directamente al derecho de acceso a información crítica sobre un producto administrado a cientos de millones de personas en todo el mundo.
Finalmente, tras una demanda interpuesta por el grupo Public Health and Medical Professionals for Transparency, un juez federal ordenó la divulgación paulatina de esa documentación. A medida que se fueron haciendo públicos los informes, salieron a la luz datos que contradicen el relato de seguridad y eficacia presentado inicialmente por la compañía y avalado por los organismos reguladores.
Entre los aspectos más cuestionados destaca la ausencia de controles rigurosos a largo plazo, ya que muchos de los participantes del grupo placebo fueron vacunados poco después de obtenerse la autorización de emergencia, lo que impidió evaluar comparaciones sostenidas en el tiempo. Asimismo, el uso de placebos verdaderos fue limitado o, en algunos casos, sustituido por otros productos que dificultaban el análisis imparcial de los efectos secundarios.
Los documentos también muestran una elevada incidencia de reacciones adversas en las fases tempranas del ensayo, algunas de ellas graves, y plantean dudas sobre los criterios empleados para considerar como “no relacionados con la vacuna” ciertos efectos clínicos reportados. Se ha señalado la existencia de inconsistencias en los métodos de recogida y clasificación de los eventos adversos, así como deficiencias en el seguimiento de pacientes tras la vacunación, especialmente en los subgrupos más vulnerables.
Este episodio ha alimentado la percepción de que el proceso de aprobación fue apresurado y condicionado por presiones políticas, mediáticas y económicas. Lejos de promover la confianza, la opacidad informativa y la posterior revelación de datos críticos han dañado la credibilidad institucional, tanto de las farmacéuticas como de las agencias reguladoras, generando un clima de sospecha que sigue vigente [3].
Asimismo, los contratos de suministro de vacunas entre los Estados y las farmacéuticas fueron firmados bajo estrictas cláusulas de confidencialidad, impidiendo conocer tanto los precios reales como las condiciones legales en caso de efectos adversos. Esta falta de escrutinio democrático en un tema de salud pública plantea serios interrogantes sobre la relación entre los gobiernos y las multinacionales farmacéuticas.
En los primeros meses de comercialización, se anunció que las vacunas ARNm tenían una eficacia superior al 90 % frente a la COVID-19. Sin embargo, estos datos se referían a eficacia relativa, y no absoluta, lo que generó una percepción errónea de su potencial protector. Estudios independientes como el de Subramanian y Kumar [4], publicado en The Lancet Regional Health – Europe, mostraron que no había una correlación directa entre los niveles de vacunación y la reducción de contagios a nivel de países y regiones. Incluso territorios con más del 90 % de la población vacunada experimentaron fuertes oleadas de transmisión.
Uno de los argumentos más utilizados durante la campaña global de vacunación fue que vacunarse no solo protegía al individuo, sino también a los demás. Esta idea, repetida insistentemente por autoridades sanitarias, líderes políticos y medios de comunicación, sirvió como base moral y narrativa para justificar políticas de vacunación obligatoria, la implementación de pasaportes COVID y la restricción de derechos para quienes no se inmunizaran.
Sin embargo, con el tiempo, la propia evidencia científica contradijo esta afirmación. El Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU. (CDC) [5], reconoció públicamente que las personas vacunadas contra la COVID-19 podían no solo infectarse, sino también transmitir el virus a otros, especialmente en el caso de variantes como Delta y Ómicron. Esta admisión supuso un giro en el discurso oficial y desmontó uno de los pilares centrales de la narrativa mediática más difundida durante 2021: que la vacunación confería una protección colectiva y frenaba la propagación del virus.
Este reconocimiento tuvo implicaciones profundas. Por un lado, minó la legitimidad ética de las políticas que obligaban a vacunarse “por el bien común”. Si la transmisión no se detenía con la vacunación, entonces las medidas coercitivas que limitaban el acceso a espacios públicos, trabajos o viajes para los no vacunados carecían de justificación sanitaria. Por otro, puso de manifiesto la necesidad de revisar críticamente la estrategia de comunicación de riesgos, que durante meses marginó o desacreditó a quienes planteaban estas dudas basándose en datos preliminares o en observaciones clínicas.
Además, el hecho de que esta información se reconociera tardíamente, y sin la misma cobertura mediática que las campañas pro-vacunación iniciales, contribuyó a un clima de desconfianza ciudadana, especialmente entre quienes se sintieron presionados o estigmatizados por tomar decisiones diferentes. La constatación de que la vacunación no impedía contagiar ni ser contagiado supuso una fractura en la lógica binaria entre “responsables” e “insolidarios” que había dominado el debate público, revelando las limitaciones de una narrativa que, por momentos, sacrificó el rigor científico en favor de la obediencia social [5].
Además, la necesidad de administrar dosis de refuerzo de forma periódica, en intervalos cada vez más cortos, evidenció las limitaciones estructurales de la estrategia de vacunación frente al SARS-CoV-2. Inicialmente, las campañas prometieron una solución eficaz y duradera frente a la pandemia, pero pronto se hizo evidente que la protección conferida por las primeras dosis era transitoria. La eficacia de las vacunas, especialmente frente a nuevas variantes como Delta y Ómicron, disminuía de manera significativa pasados pocos meses, tanto en la prevención de síntomas como en la reducción del contagio.
Este escenario condujo a la implementación de una política de “refuerzos continuos”, que en algunos países llegó a incluir una cuarta o quinta dosis, e incluso más, sin una estrategia clara de salida. Lo que en un principio fue presentado como un acto excepcional de inmunización masiva se transformó en una dinámica repetitiva y medicalizada, en la que amplios sectores de la población —incluidos niños, personas jóvenes y previamente sanas— fueron llamados a vacunarse de forma indefinida, a pesar de que el virus mutaba más rápido de lo que podían adaptarse las formulaciones.
Esta evolución de la campaña vacunal generó un modelo de “vacuna infinita”, en el que las personas dejaron de ser agentes activos en la construcción de su salud inmunológica, convirtiéndose en sujetos pasivos de una dependencia médica sostenida por políticas públicas, contratos farmacéuticos y una narrativa de urgencia perpetua. La idea de salud pasó a depender casi exclusivamente de la renovación periódica de una inyección, sin considerar alternativas complementarias como la inmunidad natural, los tratamientos tempranos o la mejora de factores inmunoprotectores individuales.
El carácter indefinido de esta estrategia no solo planteó dudas sobre su viabilidad científica y económica, sino que también socavó la confianza de una parte de la ciudadanía, que percibió que las promesas iniciales de “volver a la normalidad” tras la vacunación no se cumplían. En lugar de seguridad, se instaló una sensación de incertidumbre y agotamiento, reforzada por mensajes contradictorios, actualizaciones constantes de recomendaciones y nuevas variantes que requerían modificaciones aceleradas de las vacunas.
Este ciclo de dosis sin horizonte claro ni estrategia de salida sólida fue interpretado por muchos como una expresión de fracaso de la inmunización centralizada, y por otros como un síntoma de un modelo sanitario cada vez más dependiente de soluciones tecnológicas, y menos enfocado en fortalecer la autonomía y resiliencia inmunológica de las personas.
Una de las medidas más criticadas fue la implementación del pasaporte COVID, un documento digital o físico que condicionaba el acceso a espacios públicos, lugares de trabajo o actividades recreativas al estado de vacunación del ciudadano. Presentado como una estrategia para “proteger a los demás”, en la práctica se convirtió en un mecanismo de coacción y segregación, especialmente para quienes por motivos médicos, filosóficos o éticos decidieron no vacunarse.
El Comité de Bioética de España [6] expresó su preocupación sobre esta herramienta, al considerar que vulneraba derechos fundamentales como la igualdad, la libertad de elección y la confidencialidad médica. Su uso supuso una forma moderna de biopolítica en el sentido descrito por Michel Foucault [7], donde el poder se ejerce sobre los cuerpos a través del control sanitario y las tecnologías del comportamiento.
Byung-Chul Han [8], filósofo surcoreano radicado en Alemania, ha reflexionado extensamente sobre los mecanismos de poder en las sociedades contemporáneas. En su obra, introduce el concepto de “psicopolítica” para describir una forma de control no ejercida desde la represión externa, sino desde el interior del sujeto, mediante la autoexigencia, la interiorización de normas sociales y la vigilancia voluntaria. En contraste con el poder disciplinario clásico, que se basaba en la coacción visible y la amenaza de castigo, la psicopolítica opera con suavidad, apelando al deseo de autorrealización, responsabilidad cívica y autocuidado. Así, los individuos creen actuar libremente cuando en realidad colaboran activamente con su propia sujeción al sistema dominante.
Este fenómeno fue especialmente visible durante la pandemia de COVID-19. Uno de sus ejemplos más reveladores fue la aceptación social casi acrítica del pasaporte COVID, un instrumento que condicionaba la participación en la vida pública al cumplimiento de pautas sanitarias —principalmente la vacunación— sin aportar una base epidemiológica sólida que justificara su eficacia para frenar los contagios. A pesar de que las propias autoridades reconocieron que los vacunados podían infectarse y contagiar, el pasaporte se mantuvo como símbolo de “ciudadanía responsable”, otorgando acceso a derechos fundamentales únicamente a quienes cumplían con los requisitos establecidos.
Lo más inquietante, como señala Han, no fue tanto la imposición del pasaporte por parte de los gobiernos, sino el alto grado de adhesión voluntaria por parte de la ciudadanía. Muchos ciudadanos no solo aceptaron la medida, sino que la defendieron activamente, presionando a quienes dudaban de su legitimidad, estigmatizando al no vacunado y colaborando en la exclusión social de los disidentes. Esta lógica de división y control no necesitó estructuras autoritarias tradicionales: fue sostenida por la convicción interna de estar “haciendo lo correcto”, lo cual revela, en términos de Han, una sofisticada forma de gobierno de las emociones y la conducta individual en nombre del bien común.
Numerosos estudios posteriores a la aprobación de emergencia de las vacunas de ARNm han planteado importantes dudas sobre su eficacia clínica sostenida y su impacto en la salud pública. Por ejemplo, el estudio de Shrestha et al. (2023) sobre la eficacia de la vacuna bivalente contra la COVID-19 en trabajadores sanitarios mostró resultados limitados en la prevención de la infección [9]. De manera similar, una revisión de Lind et al. (2022) concluyó que la protección conferida por las vacunas primarias y de refuerzo frente a la variante Ómicron en personas con infecciones previas era muy modesta, y que su beneficio clínico en este grupo era reducido [10].
Otro trabajo, publicado por Nakatani et al. (2024), evaluó los efectos conductuales y de salud en trabajadores de pequeñas y medianas empresas en Japón tras la vacunación con ARNm. Los resultados mostraron un aumento de reacciones adversas autodeclaradas y niveles variables de confianza en las autoridades sanitarias, lo que evidencia el impacto sociopsicológico más allá de los efectos biológicos directos [11].
En este contexto, el pasaporte COVID no fue solo una herramienta administrativa, sino un ejemplo paradigmático de psicopolítica contemporánea: una estrategia en la que los límites de la libertad no se imponen desde fuera, sino que son asumidos desde dentro, por sujetos convencidos de que están actuando libremente, cuando en realidad participan activamente en su propia vigilancia, exclusión y disciplinamiento [8].
Referencias
- Periodistas XLV. (2022). La controversia de las vacunas COVID y la ausencia de ensayos con placebo. https://periodistasxlv.com/ensayos-placebo-covid
- Federico, M. (2025). The Potential of Extracellular Vesicle-Mediated Spread of Self-Amplifying RNA and a Way to Mitigate It. International Journal of Molecular Sciences, 26(11), 5118. https://doi.org/10.3390/ijms26115118
- Sullivan, E., et al. (2022). Transparency and regulatory processes during the COVID-19 emergency. BMJ, 377, o1163.
- Subramanian, S., & Kumar, A. (2021). Increases in COVID-19 are unrelated to levels of vaccination across 68 countries and 2947 counties in the United States. The Lancet Regional Health – Europe, 7, 100232.
- CDC. (2022). Science Brief: COVID-19 Vaccines and Vaccination. https://www.cdc.gov/mmwr/volumes/71/wr/mm7107e2.htm
- Comité de Bioética de España. (2021). Informe sobre el uso del pasaporte inmunitario.
- Foucault, M. (2004). Seguridad, territorio, población: Curso en el Collège de France (1977-1978). Akal.
- Han, B.-C. (2014). Psicopolítica: Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Herder.
- Shrestha, N. K., et al. (2023). Effectiveness of the Coronavirus Disease 2019 Bivalent Vaccine. Open Forum Infectious Diseases, 10(6), ofad209.
- Lind, M. L., et al. (2022). Effectiveness of Primary and Booster COVID-19 mRNA Vaccination against Omicron Variant SARS-CoV-2 Infection in People with a Prior SARS-CoV-2 Infection. medRxiv. https://doi.org/10.1101/2022.04.19.22274056
- Nakatani, E., et al. (2024). Behavioral and Health Outcomes of mRNA COVID-19 Vaccination: A Case-Control Study in Japanese Small and Medium-Sized Enterprises. Cureus, 16(12), e75652.
Capítulo 8: Efectos adversos de las vacunas: un escándalo silenciado
Desde el inicio de la campaña de vacunación masiva contra la COVID-19, las autoridades sanitarias insistieron en que las vacunas eran “seguras y eficaces”. Sin embargo, con el paso del tiempo comenzaron a registrarse efectos adversos graves que, lejos de ser investigados con rigor, fueron minimizados, censurados o directamente ignorados por organismos oficiales, medios de comunicación y redes sociales. Esta falta de reconocimiento institucional, unida a la negativa de los gobiernos a indemnizar a las víctimas, ha generado un escándalo ético y científico que aún no ha sido resuelto.
Los sistemas oficiales de farmacovigilancia como VAERS (EE. UU.), EudraVigilance (UE) y AEMPS (España) registraron desde los primeros meses miles de informes de reacciones adversas, muchas de ellas graves o mortales. Sin embargo, se insistió en que estos sistemas no implicaban causalidad, sino simples “sospechas” sin valor estadístico. Esta respuesta oficial invisibilizó los indicios acumulativos de daños reales y, sobre todo, ignoró la importancia de la vigilancia activa como mecanismo preventivo y de protección ciudadana.
Por ejemplo, hasta marzo de 2023, el sistema VAERS había registrado más de 35.000 muertes relacionadas temporalmente con vacunas contra la COVID-19, una cifra sin precedentes en comparación con cualquier otra campaña de vacunación en la historia moderna. En Europa, EudraVigilance reportó más de 1,7 millones de efectos adversos, de los cuales una parte significativa se clasificó como graves [1][2].
Estudios recientes como el de Ferreira-da-Silva et al. (2025) han demostrado, mediante análisis de redes, que existen patrones significativos de eventos adversos tras la vacunación con ARNm, que justifican una reevaluación crítica de los perfiles de seguridad comunicados oficialmente [3].
En el caso de España, la AEMPS también documentó miles de notificaciones, aunque sin mayor repercusión mediática ni actualización constante de los datos. La narrativa de seguridad absoluta dominó el espacio público, mientras que se obviaba cualquier indicio que pudiera poner en duda dicha afirmación.
Entre los efectos adversos más graves destacan los episodios de miocarditis y pericarditis, especialmente en varones jóvenes tras la segunda dosis de vacunas de ARNm. Investigaciones como la de Takada et al. (2025), basadas en la base de datos japonesa JADER, han confirmado una fuerte correlación entre la vacunación ARNm y estos eventos cardíacos, con un patrón de edad y sexo bien definido [4].
Asimismo, se registraron eventos trombóticos (como trombosis venosa cerebral), parálisis de Bell, crisis epilépticas, encefalitis, reacciones anafilácticas, síndrome de Guillain-Barré, y diversos cuadros autoinmunes que en algunos casos derivaron en incapacidades permanentes o fallecimientos. Una revisión exhaustiva realizada por Garg y Paliwal (2022) documentó el amplio espectro de complicaciones neurológicas asociadas a las vacunas COVID-19, resaltando la necesidad de un seguimiento riguroso [5].
Un artículo clave en este debate fue el publicado por la revista Science, Public Health Policy and the Law, donde se cuestiona si debe reconsiderarse toda la estrategia vacunal ante la acumulación de datos adversos que no han sido evaluados con suficiente profundidad por las autoridades regulatorias [6].
Estos hallazgos complementan y refuerzan la crítica ya expuesta: que las autoridades han promovido una estrategia sanitaria basada más en la obediencia institucional que en un análisis honesto del riesgo. En consecuencia, se hace imprescindible no solo reconocer el daño causado a miles de personas, sino también establecer una moratoria de refuerzo a la vigilancia activa, la transparencia científica y los mecanismos de compensación rápida y eficaz para los afectados.
Referencias
- (2023). Vaccine Adverse Event Reporting System. https://vaers.hhs.gov
- (2023). European database of suspected adverse drug reaction reports. https://www.adrreports.eu
- Ferreira-da-Silva R, et al. (2025). Network analysis of adverse event patterns following immunization with mRNA COVID-19 vaccines. Front Med (Lausanne), 12:1501921. doi: 10.3389/fmed.2025.1501921.
- Takada K, et al. (2025). SARS-CoV-2 mRNA vaccine-related myocarditis and pericarditis: An analysis of the Japanese Adverse Drug Event Report database. J Infect Chemother, 31(1), 102485. https://doi.org/10.1016/j.jiac.2024.07.025.
- Garg RK, Paliwal VK. (2022). Spectrum of neurological complications following COVID-19 vaccination. Neurol Sci, 43(1):3-40.
- The Safety of COVID-19 Vaccinations — Should We Rethink the Policy? Science, Public Health Policy and the Law. https://publichealthpolicyjournal.com/the-safety-of-covid-19-vaccinations-should-we-rethink-the-policy/
Capítulo 9: Exceso de mortalidad: el indicador olvidado
El análisis del exceso de mortalidad es una herramienta clave en epidemiología para valorar el impacto real de una crisis sanitaria. A diferencia de los contagios detectados por test PCR o las hospitalizaciones, este indicador refleja cuántas muertes se han producido por encima de lo esperado, independientemente de la causa atribuida. Sin embargo, durante la pandemia y, especialmente, tras la campaña de vacunación masiva, este parámetro fue ignorado por las autoridades y apenas tratado en los medios de comunicación.
La evidencia acumulada revela que se produjo un aumento notable de muertes en numerosos países durante y después del periodo de vacunación contra la COVID-19. Este incremento no puede explicarse únicamente por el virus y plantea serias dudas sobre la seguridad de las medidas adoptadas, especialmente en el contexto español.
En Europa, el sistema EuroMOMO recopila semanalmente los datos de mortalidad de los distintos países, permitiendo detectar desviaciones estadísticas respecto a la media esperada [1]. En España, el Instituto de Salud Carlos III gestiona el sistema MoMo (Monitorización de la Mortalidad Diaria), y el Instituto Nacional de Estadística (INE) publica los datos consolidados de defunciones anuales.
El exceso de mortalidad se calcula comparando las muertes registradas con las esperadas en base a modelos históricos. Un incremento sostenido o repentino suele asociarse a crisis sanitarias, ambientales o sociales. Durante 2020, parte de este exceso fue atribuido directamente al SARS-CoV-2. No obstante, a partir de la segunda mitad de 2021 —coincidiendo con la vacunación masiva—, se produjo un nuevo aumento, esta vez sin justificación clara en términos de brotes epidémicos.
Según los datos de MoMo, España registró en 2022 más de 34.000 muertes por encima de lo esperado, sin que se produjeran olas significativas de COVID-19. El año 2023 mantuvo esta tendencia, con una sobremortalidad sostenida [2]. El INE confirmó que, tras descontar los fallecimientos oficialmente atribuibles al virus, persistía un número significativo de muertes no explicadas.
Los responsables políticos y sanitarios ofrecieron explicaciones vagas: efectos indirectos de la pandemia, retrasos en diagnósticos, olas de calor. Sin embargo, ninguna de estas causas alcanza a explicar la magnitud del fenómeno. Especialistas independientes han solicitado investigaciones específicas sobre posibles vínculos con la vacunación, sin obtener respuesta institucional [3].
España no es un caso aislado. Estudios en Reino Unido, como los de la Oficina Nacional de Estadísticas (ONS), detectaron un aumento de muertes cardiovasculares y neurológicas en población vacunada meses después de las campañas [4]. En Japón, una investigación reciente concluyó que hubo un exceso de mortalidad tanto durante como después de la emergencia sanitaria, con picos que coincidieron con las campañas de refuerzo vacunal [5].
En Brasil, tras la vacunación de amplios sectores de la población con inmunógenos de ARNm y vectores adenovirales, se observaron picos de mortalidad en jóvenes y adultos sanos sin antecedentes médicos previos [6].
Diversos informes apuntan a un aumento en la incidencia de enfermedades cardiovasculares (infartos, miocarditis, trombosis), cánceres de crecimiento acelerado, patologías neurodegenerativas y trastornos autoinmunes coincidiendo con el periodo posterior a la vacunación [7]. La aparición de estos cuadros clínicos en personas previamente sanas ha motivado que algunos médicos hablen de “síndrome postvacunal”, aunque este término no ha sido reconocido oficialmente.
El silencio institucional contrasta con la evidencia científica que sigue acumulándose. Revistas médicas han publicado artículos que advierten sobre una alteración inmunológica inducida por las vacunas, como la sobreexpresión de anticuerpos IgG4 y la tolerancia inmunitaria a proteínas virales persistentes [8].
La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha defendido con firmeza la estrategia de vacunación masiva durante la pandemia de COVID-19, afirmando públicamente que “las vacunas salvaron millones de vidas”. Esta afirmación, repetida en múltiples comunicados oficiales y en medios de comunicación internacionales, se basa fundamentalmente en modelos matemáticos predictivos, como el desarrollado por Watson et al. (2022) y publicado en The Lancet Infectious Diseases [9].
Este estudio estimó que, durante el primer año de la campaña de vacunación, se habrían evitado aproximadamente 20 millones de muertes en todo el mundo. Sin embargo, esta cifra no proviene de registros clínicos ni de datos empíricos auditados, sino de simulaciones teóricas que dependen de numerosos supuestos sobre la letalidad del virus, el nivel de inmunidad poblacional previa, la capacidad de transmisión y la eficacia vacunal frente a la infección y la muerte.
Diversos investigadores independientes han señalado que estos modelos, aunque útiles como herramienta exploratoria, no pueden considerarse pruebas concluyentes del impacto real de las vacunas en términos de mortalidad evitada. En particular, se ha criticado la falta de transparencia en los parámetros utilizados, el uso de datos agregados que ocultan diferencias por edad, país o comorbilidades, y la ausencia de verificación con cohortes reales a posteriori. Además, muchos de estos estudios parten del supuesto de que, en ausencia de vacunación, la totalidad de la población se habría infectado y que la tasa de mortalidad habría permanecido constante, lo cual sobrestima enormemente el número de vidas potencialmente salvadas.
Otro punto señalado por los críticos es el riesgo de sesgo de confirmación: es decir, la tendencia a construir modelos que validen una narrativa institucional previamente establecida. En este caso, la premisa de que “las vacunas salvaron millones de vidas” se convierte más en una afirmación circular que en una conclusión científica. Se parte de una hipótesis, se diseñan simulaciones que la reproducen, y luego se usa el resultado para reforzar esa misma hipótesis sin contrastarla adecuadamente con la realidad observada.
Aunque la OMS ha utilizado estos modelos como argumento central para justificar sus recomendaciones y políticas, la ausencia de validación empírica rigurosa y la opacidad metodológica minan la credibilidad de tales proyecciones. Este enfoque, basado más en predicciones que en análisis retrospectivos basados en datos reales, refuerza la necesidad de una revisión crítica de la forma en que se construyen y comunican las afirmaciones de impacto sanitario a gran escala [9].
Uno de los argumentos más utilizados para promover la vacunación masiva fue que una mayor cobertura vacunal conduciría automáticamente a una reducción significativa de la mortalidad por COVID-19 y, en consecuencia, de la mortalidad total. Sin embargo, al analizar los datos comparativos entre países con diferentes niveles de vacunación, los resultados no respaldan de manera concluyente esta hipótesis. De hecho, algunos estudios han encontrado que no existe una correlación estadísticamente significativa entre el porcentaje de población vacunada y la evolución de los fallecimientos ajustados por edad.
El estudio de Subramanian y Kumar (2021), publicado en The Lancet Regional Health – Europe, analizó datos de 68 países y 2.947 condados de Estados Unidos y concluyó que los aumentos en los casos de COVID-19 no guardaban relación con los niveles de vacunación. Esta observación cuestiona directamente la narrativa oficial que presenta la cobertura vacunal como una variable determinante y suficiente para frenar el impacto del virus [10].
Más aún, al incorporar a la ecuación los datos de sobremortalidad total, que incluye no solo las muertes atribuibles directamente al COVID-19 sino también las ocasionadas por otras causas (como efectos secundarios, retrasos diagnósticos, fallos del sistema sanitario o impacto psicosocial), en algunos países altamente vacunados se ha observado una sobremortalidad superior a la de países con menor cobertura vacunal. Estos datos sugieren que la vacunación masiva, al menos en su forma actual, no ha tenido el efecto protector uniforme que se esperaba sobre la salud pública a gran escala.
El hecho de que estos patrones no se reflejen en los discursos institucionales, y que incluso se silencien o se desacrediten, contribuye a una creciente desconexión entre los datos reales y la narrativa oficial. En lugar de fomentar una discusión basada en la evidencia, muchas autoridades sanitarias han mantenido una postura rígida que no admite la posibilidad de revisar críticamente los efectos reales de las campañas de vacunación a escala poblacional.
En este contexto, la insistencia en la eficacia absoluta de las vacunas frente a los resultados observados sobre el terreno plantea interrogantes sobre la validez de las políticas adoptadas, especialmente aquellas que incluyeron medidas coercitivas o discriminatorias. La falta de una evaluación honesta y desagregada de los datos ha generado un terreno fértil para la desconfianza y ha impedido una reflexión colectiva sobre lo que realmente funcionó —y lo que no— durante la gestión de la pandemia [10].
Uno de los principales obstáculos para esclarecer el origen del exceso de muertes registrado durante y después de la pandemia ha sido la ausencia sistemática de autopsias clínicas. Desde los primeros compases de la crisis sanitaria, organismos internacionales y autoridades nacionales desaconsejaron la práctica de necropsias en fallecidos por sospecha de COVID-19, aduciendo “riesgo biológico” para el personal sanitario. Esta decisión, adoptada en un momento de alta incertidumbre, se mantuvo durante meses sin reevaluarse críticamente, incluso cuando ya existían protocolos seguros para su realización.
La consecuencia directa de esta política fue que decenas de miles de muertes fueron atribuidas al virus sin una confirmación post mortem objetiva, basándose únicamente en pruebas diagnósticas previas o en diagnósticos clínicos presuntivos. Esta falta de verificación impidió, en muchos casos, distinguir entre fallecimientos causados directamente por el SARS-CoV-2, por enfermedades preexistentes, por tratamientos inadecuados o por otras causas no relacionadas.
Pero la situación se agravó aún más en la fase posterior a la vacunación masiva. A pesar del aumento notable de la mortalidad general —en muchos contextos no atribuible directamente al COVID-19—, tampoco se impulsaron programas sistemáticos de autopsias para investigar la posibilidad de reacciones adversas graves. En este sentido, la omisión de análisis patológicos constituye una seria negligencia científica y médica, ya que impide explorar las posibles correlaciones entre la inoculación y determinadas patologías emergentes, como trombosis, miocarditis, accidentes cerebrovasculares o reacciones autoinmunes.
Además, numerosos investigadores y médicos han denunciado públicamente trabas burocráticas y legales para acceder a datos esenciales, como historiales clínicos completos, informes histopatológicos, información detallada sobre la vacunación (fechas, lotes, número de dosis), así como registros de comorbilidades previas. Esta opacidad administrativa ha dificultado el desarrollo de estudios independientes rigurosos sobre posibles vínculos entre vacunación y mortalidad, especialmente en poblaciones de riesgo o con alta exposición a dosis repetidas.
En conjunto, esta falta de transparencia compromete gravemente el principio de precaución que debe regir toda política sanitaria. También mina la confianza de la ciudadanía en las instituciones sanitarias, al percibirse que ciertos temas se silencian o se restringen intencionadamente. La salud pública requiere no solo de recursos y medidas eficaces, sino también de credibilidad, apertura al escrutinio científico y voluntad de corregir posibles errores. La negativa a investigar a fondo el exceso de mortalidad deja sin respuesta preguntas legítimas y alimenta el desconcierto social, generando un vacío que solo puede ser llenado con una revisión crítica, transparente y multidisciplinar de lo ocurrido.
Referencias
- EuroMOMO. (2023). European Mortality Monitoring Project. https://www.euromomo.eu
- Instituto de Salud Carlos III. (2023). Sistema MoMo – Monitorización de la mortalidad diaria. https://momo.isciii.es
- Periodistas XLV. (2023). Exceso de mortalidad archivos – Fact-Checking sin conflicto de intereses. https://periodistasxlv.com/categoria/exceso-de-mortalidad/
- ONS. (2023). Deaths registered in England and Wales. https://www.ons.gov.uk
- Nakajima, K., et al. (2023). Excess mortality during and after the COVID-19 emergency in Japan: a two-stage interrupted time-series design. PubMed. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov
- Barbosa, M. R. et al. (2022). Unexpected patterns in Brazilian mortality after COVID-19 vaccination. Revista Brasileira de Epidemiologia, 25, e220020.
- Seneff, S., Nigh, G., Kyriakopoulos, A. M., & McCullough, P. A. (2022). Innate immune suppression by SARS-CoV-2 mRNA vaccinations. Food and Chemical Toxicology, 164, 113008.
- Irrgang, P., et al. (2023). Class switch towards non-inflammatory, spike-specific IgG4 antibodies after repeated SARS-CoV-2 mRNA vaccination. Science Immunology, 8(81), eade2798.
- Watson, O. J., et al. (2022). Global impact of the first year of COVID-19 vaccination: a mathematical modelling study. The Lancet Infectious Diseases, 22(9), 1293–1302.
- Subramanian, S., & Kumar, A. (2021). Increases in COVID-19 are unrelated to levels of vaccination across 68 countries. The Lancet Regional Health – Europe, 7, 100232.
Capítulo 10: Las residencias de mayores y la gestión hospitalaria. El eslabón más débil del sistema
Uno de los episodios más dramáticos de la pandemia de COVID-19 en España tuvo lugar en las residencias de mayores, donde se produjo un porcentaje desproporcionado de muertes. Estos centros, que debían proteger a la población más vulnerable, se convirtieron en lugares de abandono, aislamiento y decisiones políticas controvertidas. La gestión de la crisis en estos espacios reveló graves carencias estructurales del sistema sociosanitario y puso de manifiesto la falta de planificación, transparencia y humanidad.
Durante los primeros meses de 2020, muchas residencias fueron aisladas de forma radical. Se prohibieron las visitas familiares, se limitó la entrada de personal externo y se ordenó a los residentes permanecer confinados en sus habitaciones. Esta estrategia, supuestamente orientada a evitar contagios, derivó en un deterioro físico y cognitivo acelerado, especialmente entre personas con demencias. La Fundación Edad&Vida y la Sociedad Española de Geriatría alertaron ya en abril de 2020 sobre los efectos devastadores del aislamiento prolongado.
Uno de los aspectos más controvertidos y dolorosos fue la aplicación de protocolos restrictivos en la atención a personas mayores con discapacidad física o deterioro cognitivo severo. En la Comunidad de Madrid, por ejemplo, se aprobaron directrices internas del Servicio Madrileño de Salud (SERMAS) que establecían filtros de derivación hospitalaria según el grado de dependencia. Estas instrucciones, aplicadas durante semanas sin conocimiento público, significaron que miles de personas no fueran trasladadas ni evaluadas clínicamente, lo que fue duramente criticado por familiares, profesionales y juristas.
Desde el punto de vista ético y legal, estos protocolos vulneraron el principio de igualdad en el acceso a la atención sanitaria. La exclusión basada en edad o dependencia ha sido calificada como una forma de discriminación contraria a la legislación vigente y a los tratados internacionales. La falta de transparencia con la que se aplicaron ha impedido esclarecer las circunstancias del fallecimiento de miles de personas, generando una profunda herida social y humana.
El uso de sedaciones paliativas como sustituto del ingreso hospitalario agravó aún más esta situación. Aunque la sedación terminal es válida en contextos de cuidados paliativos, su uso masivo durante la pandemia en residencias, sin criterios clínicos claros ni consentimiento familiar, ha sido calificado por algunas asociaciones como una forma de eutanasia no consentida. Diversos documentos clínicos y testimonios han evidenciado un aumento drástico del uso de midazolam y morfina en este contexto.
Este tipo de prácticas, unidas al aislamiento extremo, privaron a miles de personas del derecho a despedirse de sus seres queridos, dejando una huella emocional profunda tanto en familias como en el personal sociosanitario. La ausencia de acompañamiento en la muerte ha sido denunciada por entidades profesionales, que reclamaron protocolos de visita en fase terminal, en muchos casos ignorados por las administraciones.
Según datos del IMSERSO, más de 30.000 personas mayores fallecieron en residencias durante los primeros meses de la pandemia [1]. Esta cifra representó más del 40 % de las muertes atribuidas al COVID-19 en 2020. A pesar de ello, no se ha realizado una investigación independiente a nivel nacional para depurar responsabilidades ni esclarecer lo ocurrido.
El Defensor del Pueblo recibió centenares de quejas y la Fiscalía General del Estado abrió diligencias informativas en unas 200 residencias, la mayoría archivadas sin consecuencias. El Parlamento español tampoco ha constituido una comisión específica de investigación, a pesar de las reiteradas peticiones de asociaciones como Marea de Residencias o Pladigmare [2]. La opacidad institucional ha sido una constante.
A ello se suma un modelo de gestión residencial fuertemente privatizado. Más del 70 % de las plazas están en manos privadas, muchas gestionadas por fondos de inversión. Según el Observatorio de la Dependencia, la búsqueda de rentabilidad ha primado sobre la calidad asistencial, con ratios de personal insuficientes, baja formación y escasa supervisión [3].
La cobertura mediática también ha sido limitada y sesgada. Se evitaron enfoques críticos, se ocultaron datos durante semanas, y apenas se ofrecieron espacios para la voz de los familiares. La narrativa institucional justificó las decisiones adoptadas sin espacio para el debate plural ni para alternativas posibles.
La experiencia de las residencias ha revelado la urgencia de una reforma estructural del modelo de atención a la dependencia. Es necesario mejorar condiciones laborales, reforzar la atención primaria en estos centros, garantizar derechos fundamentales y aumentar el control público sobre los servicios delegados. La memoria de las víctimas exige verdad, justicia y garantías de no repetición.
En paralelo, la gestión hospitalaria también se vio condicionada por el temor al colapso. Este miedo justificó confinamientos, restricciones y decisiones clínicas de alto impacto, como la no derivación de pacientes desde residencias o la implantación de protocolos de triaje basados en edad y funcionalidad, especialmente en comunidades como Madrid y Cataluña [4].
Los hospitales adoptaron una lógica de protocolos centralizados que redujeron la autonomía médica, estandarizando decisiones clínicas y limitando la atención personalizada. Esta medicina reglada sustituyó parcialmente a la medicina basada en la evidencia, con efectos adversos en la calidad asistencial.
Además, estudios recientes señalan que la neumonía bacteriana secundaria no resuelta fue un factor clave en la mortalidad elevada en pacientes con COVID-19 grave en residencias y hospitales. Investigaciones basadas en aprendizaje automático identificaron la falta de tratamiento adecuado de estas neumonías secundarias como un predictor significativo de mortalidad. Este factor, raramente mencionado en protocolos oficiales, apunta hacia errores en la evaluación clínica y deficiencias en el manejo hospitalario de pacientes críticos durante la pandemia [5].
El aislamiento de pacientes hospitalizados también fue extremo. Muchos murieron solos, sin acompañamiento familiar, lo que fue denunciado por entidades como el Consejo General de Enfermería y la Sociedad Española de Cuidados Paliativos [6].
El colapso de la atención primaria agravó esta situación. Miles de consultas fueron suspendidas o realizadas por teléfono, dificultando el seguimiento de patologías crónicas y provocando retrasos diagnósticos graves, como señalaron el Consejo de Colegios de Médicos y la Fundación Alternativas [7].
Referencias
- Informe de mortalidad en residencias, 2020.
- Marea de Residencias. (2022). “Propuesta para una auditoría independiente sobre lo ocurrido en las residencias durante la pandemia”.
- Observatorio de la Dependencia (2021). “Modelo de gestión residencial en España y su relación con la calidad asistencial”.
- Directrices internas del Servicio Madrileño de Salud, marzo de 2020, filtradas por El País y eldiario.es.
- Machine learning links unresolving secondary pneumonia to mortality in patients with severe pneumonia, including COVID-19.
- Consejo General de Enfermería (2020). Comunicado sobre aislamiento hospitalario y atención paliativa.
- Fundación Alternativas (2021). Informe sobre impacto de la pandemia en la atención primaria.
Capítulo 11: La ciencia secuestrada
La pandemia de COVID-19 ha evidenciado, más que ninguna otra crisis reciente, cómo la ciencia puede ser instrumentalizada, manipulada y subordinada a intereses ajenos al conocimiento objetivo. Bajo el eslogan de “seguir la ciencia”, se impuso un relato único que excluyó la pluralidad de enfoques, reprimió la disidencia y redujo el debate científico a una cuestión de fe en la autoridad. Lejos de ser un espacio de investigación libre, la ciencia durante la pandemia fue secuestrada por intereses políticos, corporativos y mediáticos.
Uno de los pilares del discurso científico oficial fueron los estudios publicados en revistas como The Lancet, Nature, o NEJM. No obstante, muchas de estas publicaciones estaban firmadas por investigadores con vínculos directos con farmacéuticas, gobiernos u organismos como la OMS, generando conflictos de interés no siempre declarados [1].
La retractación del famoso artículo de The Lancet que desacreditaba la hidroxicloroquina —basado en datos falsificados de la empresa Surgisphere— fue una señal temprana de cómo incluso las publicaciones más prestigiosas podían ser utilizadas como herramientas de propaganda [2].
Además, universidades y centros de investigación que dependían de fondos públicos o privados para su financiación mostraron una alarmante alineación con las directrices oficiales, renunciando al principio de cuestionamiento crítico propio de la ciencia.
Uno de los pilares esenciales de la bioética médica contemporánea es el consentimiento informado, entendido como el derecho de todo paciente a recibir información comprensible, veraz y suficiente sobre cualquier intervención médica que se le proponga. Este principio no solo forma parte de la buena práctica clínica, sino que está recogido en la legislación sanitaria de numerosos países, incluyendo España, y en tratados internacionales de derechos humanos. El consentimiento informado no es un simple trámite administrativo, sino una garantía de autonomía, dignidad y libertad del individuo ante cualquier procedimiento sanitario.
No obstante, durante la campaña de vacunación masiva contra la COVID-19, este derecho fue vulnerado de forma sistemática y generalizada. En lugar de garantizar una decisión libre e informada, las autoridades sanitarias impulsaron una estrategia comunicativa basada en la presión, la simplificación y el miedo, orientada a maximizar las tasas de vacunación sin espacio para la reflexión individual ni el disenso fundamentado.
Millones de personas fueron vacunadas sin haber recibido una información adecuada sobre los posibles efectos adversos, tanto comunes como raros, sin conocer la duración estimada de la protección, sin explicación sobre las tecnologías utilizadas —como el ARNm—, y sin alternativas terapéuticas valoradas. En la mayoría de los puntos de vacunación, no se proporcionaban folletos detallados, no se resolvían dudas clínicas y no se registraban expresamente las voluntades individuales más allá de la simple firma de aceptación. En muchos casos, ni siquiera se ofrecía un consentimiento explícito, sino que se asumía tácitamente al acudir al punto de vacunación.
Este enfoque es particularmente grave si se tiene en cuenta que las vacunas fueron autorizadas en régimen de uso de emergencia o condicional, sin disponer aún de estudios completos a largo plazo, y que los propios laboratorios quedaron exentos de responsabilidad legal ante posibles daños. En este contexto, el deber ético y legal de informar con transparencia se hacía aún más imperativo, especialmente para grupos vulnerables como embarazadas, niños, personas inmunodeprimidas o con antecedentes de reacciones adversas a fármacos.
La vulneración del consentimiento informado no fue un hecho aislado, sino estructural, y tuvo lugar en un clima de coacción social encubierta, donde la negativa a vacunarse podía suponer la pérdida de empleo, la exclusión de la vida pública o el estigma social. Esta presión sistémica desnaturalizó la noción de “voluntariedad”, convirtiendo lo que debía ser una elección libre en una aceptación forzada por las circunstancias.
Desde una perspectiva bioética, esta situación representa una quiebra grave de los principios fundamentales de la medicina, en particular de la autonomía y de la no maleficencia. Reabrir este debate resulta indispensable no solo para esclarecer responsabilidades, sino para restablecer una relación de confianza entre los ciudadanos y el sistema sanitario, basada en la verdad, el respeto mutuo y la responsabilidad compartida.
En muchos países, incluido España, el consentimiento fue sustituido por campañas mediáticas, presión institucional o condicionamientos indirectos, como la pérdida de acceso a servicios, despidos o exclusión social. El acto de vacunarse dejó de ser una decisión médica autónoma para convertirse en un gesto de obediencia al relato sanitario dominante.
Esta práctica contradice tratados internacionales como la Declaración de Helsinki o la Ley de Autonomía del Paciente, que exigen un consentimiento libre, específico e informado antes de cualquier intervención médica [4].
Durante los primeros meses de la pandemia, numerosos médicos propusieron tratamientos preventivos o tempranos para la COVID-19, como ivermectina, vitamina D, zinc, hidroxicloroquina o budesonida inhalada. Sin embargo, en lugar de fomentar la investigación, estas opciones fueron ridiculizadas, censuradas o incluso prohibidas por organismos oficiales, muchas veces sin justificación científica sólida [5].
Se impuso una lógica binaria: vacuna o negacionismo. Todo lo que no formara parte del paquete oficial —vacuna, mascarilla, confinamiento— era rechazado sin debate. Esta actitud no solo vulneró el principio de pluralidad terapéutica, sino que retrasó posibles soluciones médicas y aumentó el sufrimiento evitable de muchos pacientes.
La pandemia puso de relieve cómo la medicina ha dejado de estar guiada por la evidencia clínica para convertirse en un mercado dominado por la industria farmacéutica. Las decisiones sanitarias no respondieron al criterio de “lo mejor para el paciente”, sino al de maximizar beneficios corporativos. Prueba de ello es la imposición global de vacunas con contratos secretos, inmunidad legal para fabricantes y campañas de marketing disfrazadas de campañas públicas [6].
El enfoque terapéutico se simplificó hasta el absurdo: los pacientes eran enviados a casa con paracetamol hasta que requerían oxígeno. Las autoridades negaron tratamientos ambulatorios eficaces, provocando hospitalizaciones innecesarias y, en muchos casos, muertes evitables.
La pandemia de COVID-19 no solo supuso un desafío epidemiológico global sin precedentes, sino que también representó una fractura profunda en la concepción de la medicina como disciplina ética, humanista y centrada en el paciente. En lugar de reafirmarse como ciencia del cuidado y del acompañamiento, la medicina fue cooptada —en muchos contextos— por lógicas institucionales autoritarias que priorizaron el control social, la eficiencia burocrática y la obediencia ciega a protocolos centralizados.
En este proceso, la medicina dejó de ser un arte clínico individualizado para transformarse en una herramienta de obediencia institucional, ejecutora de decisiones políticas que a menudo carecían de base empírica sólida o consideración de los principios fundamentales de la bioética. El acto médico fue reducido, en muchos casos, a la aplicación mecánica de normativas cambiantes, sin espacio para la deliberación profesional, el juicio clínico o la atención personalizada. Los médicos que intentaron cuestionar ciertas directrices o buscar alternativas terapéuticas fueron marginados, amonestados o silenciados.
Simultáneamente, la pandemia ha dejado al descubierto una crisis de legitimidad en el ámbito científico. Bajo el pretexto de proteger a la población, se impuso una “ciencia oficial” dogmática, que excluyó cualquier disidencia mediante la censura, la descalificación o el descrédito personal. Estudios alternativos fueron rechazados sin debate, las revistas científicas ejercieron un filtro ideológico sin precedentes y muchos investigadores fueron expulsados del espacio público simplemente por plantear preguntas incómodas.
La comunicación científica se subordinó a la propaganda institucional, y la ciudadanía fue privada de un debate plural, informado y matizado. La censura de datos, la opacidad en los contratos farmacéuticos, la ocultación de efectos adversos y la falta de auditorías independientes contribuyeron a erosionar la confianza pública en las instituciones médicas y científicas. Esta desconfianza no nace del irracionalismo, sino de la percepción —ampliamente justificada— de que la ciencia fue instrumentalizada al servicio de intereses económicos y geopolíticos.
Frente a este escenario, se vuelve urgente reivindicar una ciencia plural, ética, rigurosa y abierta al escrutinio. Una ciencia que reconozca sus límites, que no confunda consenso institucional con verdad, y que respete el debate como motor del conocimiento. Esto implica también revisar críticamente las decisiones adoptadas durante la pandemia, reconocer los errores cometidos, reparar a las víctimas de decisiones negligentes y restituir la dignidad profesional de quienes fueron silenciados por pensar diferente.
Solo a través de este ejercicio de autocrítica profunda —individual, institucional y social— será posible reconstruir la confianza ciudadana en la medicina y la ciencia, y recuperar su rol fundamental como espacios de verdad, cuidado y servicio a la humanidad. La pandemia ha demostrado que la salud no puede reducirse a una estrategia de control, ni la ciencia a una herramienta de obediencia. Ambas deben volver a ser lo que siempre debieron ser: herramientas para la libertad, la comprensión y la vida.
Referencias
- Gøtzsche, P. C. (2019). Deadly Medicines and Organised Crime: How Big Pharma Has Corrupted Healthcare. Taylor & Francis.
- Mehra, M. R., et al. (2020). Retraction—Hydroxychloroquine or chloroquine with or without a macrolide for treatment of COVID-19. The Lancet, 395(10240), 1820.
- Tenforde, M. W., et al. (2021). Effectiveness of COVID-19 vaccines in preventing hospitalization. MMWR Morb Mortal Wkly Rep, 70(32), 1081–1087.
- Ley 41/2002, de Autonomía del Paciente. BOE. https://www.boe.es
- Bryant, A., & Lawrie, T. A. (2021). Ivermectin for prevention and treatment of COVID-19 infection: A systematic review and meta-analysis. American Journal of Therapeutics, 28(4), e434–e460.
- Laporte, J. R., & Healy, D. (2022). Urgent need for a moratorium on COVID-19 booster vaccines. BMJ Evidence-Based Medicine, 27(2), 86–88.
Capítulo 12: Niños y adolescentes: los más vulnerados
Pocas poblaciones han sufrido con tanto silencio institucional el peso de las políticas pandémicas como la infancia y la adolescencia. Bajo el argumento de proteger a los mayores, se sometió a los más jóvenes a restricciones sin precedentes en la historia reciente: cierre de escuelas, aislamiento social, uso obligatorio de mascarillas, pruebas diagnósticas frecuentes, vacunación sin necesidad clínica y, sobre todo, una carga emocional que dejó secuelas todavía no del todo evaluadas.
La gestión de la pandemia olvidó el principio de proporcionalidad, sacrificando derechos fundamentales de los menores sin que existieran evidencias claras de su impacto positivo en la salud pública.
El cierre prolongado de escuelas, la eliminación de espacios recreativos, el confinamiento domiciliario estricto y la digitalización forzada de la enseñanza representaron un golpe sin precedentes al bienestar y desarrollo integral de niños y adolescentes. Durante la pandemia de COVID-19, los menores fueron frecuentemente tratados como vectores potenciales de contagio antes que como sujetos de derechos con necesidades específicas. Esta concepción reduccionista ignoró por completo las etapas críticas de maduración emocional, cognitiva y social que ocurren durante la infancia y la adolescencia.
El entorno escolar, más allá de su función educativa, cumple un papel esencial como espacio de interacción, contención, rutina y estabilidad afectiva. Su cierre abrupto supuso una pérdida no solo de contenidos académicos, sino de vínculos con figuras adultas de referencia (docentes), de relaciones entre pares, y de un ambiente estructurado que ofrece seguridad psicológica. En muchos hogares, especialmente en contextos de vulnerabilidad social, no existían condiciones mínimas para sostener el aprendizaje a distancia ni para garantizar un acompañamiento emocional adecuado.
Además, la sustitución de la presencialidad por la enseñanza digital no fue una solución equitativa ni efectiva. Más bien, acentuó las brechas educativas existentes. Mientras algunos alumnos contaban con dispositivos, conexión estable y apoyo familiar, otros carecían incluso de un espacio tranquilo donde seguir las clases, lo que profundizó el rezago escolar y aumentó las tasas de desconexión educativa. A esto se sumaron problemas visuales, sedentarismo, aislamiento prolongado y un uso desmedido de pantallas, cuyas consecuencias aún están por evaluarse en toda su magnitud.
Diversos estudios e informes han confirmado que durante y después del confinamiento se produjo un incremento significativo de síntomas depresivos, ansiedad, trastornos del sueño y dificultades de socialización en menores de edad [1]. Psicólogos infantiles, pediatras y docentes alertaron sobre el aumento de la irritabilidad, la pérdida de habilidades comunicativas, el miedo al contacto físico y la dificultad para retomar la rutina escolar. Estos efectos se observaron con especial intensidad en las primeras etapas del desarrollo —infancia temprana y preadolescencia—, donde la plasticidad cerebral hace que las experiencias traumáticas dejen una huella más profunda.
La falta de contacto con otros niños, la imposibilidad de jugar libremente, la pérdida de celebraciones, ritos escolares y tiempo al aire libre generaron un vacío afectivo y simbólico que ningún dispositivo pudo reemplazar. Para muchos menores, la pandemia supuso un tiempo de silencio emocional, de encierro físico y de invisibilidad institucional. Apenas se les escuchó, y cuando se reabrieron las escuelas, la presión por “recuperar aprendizajes” reemplazó el cuidado emocional necesario.
Este deterioro psicológico y social no fue una consecuencia inevitable, sino el resultado de decisiones políticas que priorizaron otros indicadores antes que el bienestar infantil. La escasa consideración del impacto que tendrían estas medidas en la salud mental y el desarrollo de los menores pone en cuestión la coherencia de muchas de las estrategias adoptadas. Es urgente reconocer que los derechos de la infancia fueron vulnerados sistemáticamente durante esta crisis, y que la protección frente al virus no puede justificar la desprotección frente a la vida misma.
En España, donde los colegios permanecieron cerrados varios meses en 2020 y se mantuvieron bajo medidas de distanciamiento durante más de un año, los profesionales alertaron de una regresión educativa especialmente marcada en sectores vulnerables. El informe de Save the Children de 2021 advirtió que el 27 % de los menores encuestados mostraban signos de sufrimiento emocional sostenido [2]. Un estudio en Alemania reveló impactos similares, con afectación de la calidad de vida y salud mental infantil a gran escala [1].
Además, un análisis reciente de mortalidad infantil en Inglaterra entre 2019 y 2023 mostró que durante los confinamientos nacionales se produjo una disminución global de muertes, pero con un repunte preocupante de suicidios infantiles, lo que plantea interrogantes sobre las consecuencias psicológicas del aislamiento y la falta de soporte emocional durante el encierro [3].
Desde el punto de vista inmunológico, investigaciones publicadas en Nature Biotechnology mostraron que los niños presentaban una inmunidad innata preactivada en las vías respiratorias superiores que controlaba la infección temprana por SARS-CoV-2, lo cual explicaría su menor susceptibilidad clínica [4]. Sin embargo, estas evidencias no fueron tenidas en cuenta al diseñar políticas restrictivas generalizadas.
La aprobación de las vacunas contra la COVID-19 para niños y adolescentes fue una de las decisiones más polémicas de la campaña global de inmunización. A diferencia de los grupos de mayor edad o con comorbilidades, los menores de edad no representaban un grupo de riesgo significativo frente a la enfermedad. Desde los primeros informes clínicos y hasta bien avanzada la pandemia, las estadísticas epidemiológicas fueron claras y consistentes: los casos graves de COVID-19 en población pediátrica eran muy poco frecuentes, y la mortalidad en niños sanos era estadísticamente cercana a cero [5].
En este contexto, la justificación médica para administrarles vacunas experimentales —autorizadas en régimen de emergencia— fue extremadamente débil. El principio básico de la medicina preventiva establece que toda intervención debe tener una relación riesgo-beneficio favorable, especialmente cuando se dirige a población sana. Sin embargo, en el caso de los menores, la enfermedad que se pretendía prevenir no suponía una amenaza relevante, mientras que los posibles efectos adversos de la vacunación eran aún inciertos y, en muchos casos, insuficientemente estudiados.
A pesar de ello, las agencias reguladoras como la EMA y la FDA autorizaron el uso de estas vacunas en niños de tan solo cinco años (e incluso desde los seis meses en algunos países), basándose en ensayos clínicos con muestras pequeñas, de corta duración, sin placebo real y sin evaluación a largo plazo. Esta decisión fue criticada por numerosos pediatras, bioeticistas y asociaciones médicas, que alertaron sobre la falta de justificación clínica y la presión institucional para cumplir metas políticas de vacunación masiva.
Una revisión sistemática reciente sobre los efectos generales de las vacunas de ARNm en población pediátrica concluyó que la evidencia disponible era limitada y que no se podían descartar riesgos relevantes, particularmente en menores previamente sanos [6]. Además, se utilizó el argumento de la “solidaridad” o la “protección indirecta” —es decir, vacunar a los niños para proteger a los adultos vulnerables—, una lógica que contradice la ética médica básica.
La introducción de la vacunación pediátrica se hizo, además, sin un debate público plural, sin participación de expertos críticos y con escasa transparencia informativa. Muchos padres no fueron adecuadamente informados sobre el carácter experimental de las vacunas, ni sobre las dudas existentes en la comunidad científica respecto a su necesidad y seguridad en menores. El consentimiento informado fue, en numerosos casos, sustituido por campañas mediáticas emocionales que apelaban al miedo y a la responsabilidad social.
En España, se lanzó una campaña masiva de vacunación infantil a partir de diciembre de 2021, pese a que el Comité Asesor de Vacunas de la Asociación Española de Pediatría reconocía que “los beneficios en términos individuales eran limitados” [7]. Aunque los efectos secundarios fueron minimizados en los medios, sí se registraron eventos adversos graves en menores vacunados. Casos de miocarditis y pericarditis en adolescentes varones tras la segunda dosis de vacunas de ARNm fueron reconocidos por el CDC estadounidense y por la Agencia Europea del Medicamento [8].
Sin embargo, las autoridades españolas no implementaron ningún sistema de vigilancia activa ni estudios prospectivos en la población pediátrica vacunada. La mayoría de las notificaciones dependían de los propios padres o médicos, lo que genera una infraestimación grave del fenómeno. Numerosas familias denunciaron reacciones adversas sin obtener respuesta institucional ni compensación. La AEMPS no publicó análisis específicos sobre efectos secundarios en niños hasta bien entrado 2023, cuando ya se habían administrado millones de dosis.
Vacunar a menores con un producto autorizado de emergencia, sin estudios a largo plazo y con escasa justificación clínica, ha sido calificado por algunos expertos como una forma de experimentación no ética. El consentimiento informado fue, en muchos casos, inexistente o condicionado por campañas de presión mediática. La Ley de Autonomía del Paciente exige que los menores de edad, cuando tengan suficiente madurez, participen activamente en la decisión sobre tratamientos médicos. Esta garantía fue ignorada sistemáticamente durante la campaña de vacunación infantil, que se presentó como “segura, eficaz y necesaria”, sin margen real para el cuestionamiento ni el debate informado [9].
La gestión pandémica convirtió a los niños y adolescentes en sujetos pasivos de políticas desproporcionadas, sin respaldo científico firme y sin evaluación de daños. El impacto emocional, educativo y sanitario sufrido por esta generación exige una revisión profunda de los principios que deben regir la salud pública, especialmente el interés superior del menor.
Es imperativo que se realicen auditorías independientes para cuantificar los daños causados, que se reconozca a los menores como ciudadanos con derechos y que se impida que, bajo futuras emergencias, se repita una vulneración tan generalizada y silenciosa de su integridad.
Referencias
- Ravens-Sieberer, U., et al. (2021). Impact of the COVID-19 pandemic on quality of life and mental health in children and adolescents in Germany. European Child & Adolescent Psychiatry, 31, 879–889.
- Save the Children España. (2021). Crecer sin escuela: el impacto de la pandemia en la infancia vulnerable. https://www.savethechildren.es
- Odd D, Stoianova S, Williams T, Fleming P, Luyt K (2025). Child mortality in England after national lockdowns for COVID-19: An analysis of childhood deaths, 2019–2023. PLoS Med 22(1): e1004417.
- Loske, J., Röhmel, J., Lukassen, S. et al. (2022). Pre-activated antiviral innate immunity in the upper airways controls early SARS-CoV-2 infection in children. Nat Biotechnol 40, 319–324.
- Ludvigsson, J. F. (2021). Children are unlikely to be the main drivers of the COVID-19 pandemic. Acta Paediatrica, 110(3), 915–921.
- Overall Health Effects of mRNA COVID-19 Vaccines in Children and Adolescents. A Systematic Review and Meta-Analysis. medRxiv.
- Asociación Española de Pediatría. (2021). Recomendaciones sobre vacunación frente a COVID-19 en población infantil. https://www.aeped.es.
- (2022). Myocarditis and Pericarditis After mRNA COVID-19 Vaccination. https://www.cdc.gov/coronavirus/2019-ncov/vaccines/safety/myocarditis.html
- Ley 41/2002, de Autonomía del Paciente. BOE. https://www.boe.es
Capítulo 13: Confinamientos: aislamiento social y daño colectivo
El confinamiento domiciliario fue, sin duda, la medida más drástica, generalizada y simbólica de la pandemia de COVID-19. Nunca antes en la historia moderna se había ordenado, a nivel global, el encierro masivo de poblaciones sanas durante períodos prolongados. Presentado como una medida de emergencia para “frenar la curva”, el confinamiento se convirtió en política estructural, con consecuencias profundas sobre la salud física, psicológica, económica y social de millones de personas.
Antes del año 2020, ningún protocolo de preparación pandémica promovido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) incluía el confinamiento masivo de personas sanas como medida principal de control. Las recomendaciones emitidas durante años por organismos internacionales en materia de salud pública —incluyendo los manuales técnicos, informes del Reglamento Sanitario Internacional y planes de respuesta a pandemias— se basaban en un principio fundamental: las intervenciones sanitarias deben ser proporcionales, basadas en evidencia y respetuosas con los derechos humanos.
Durante episodios previos como la pandemia de gripe A (H1N1) en 2009, o los brotes de SARS (2003) y MERS (2012), las medidas de aislamiento y cuarentena se aplicaron de forma selectiva y limitada, restringidas a personas sintomáticas o a contactos estrechos confirmados mediante vigilancia epidemiológica. Estas acciones eran de corta duración, focalizadas y sujetas a evaluaciones periódicas sobre su eficacia. Jamás se propuso el encierro domiciliario generalizado de poblaciones enteras, mucho menos de personas sanas o asintomáticas, porque ello supondría una alteración drástica del orden constitucional y del equilibrio entre salud pública y libertades civiles.
Incluso en los documentos preparatorios de la propia OMS, como el informe Non-pharmaceutical public health measures for mitigating the risk and impact of epidemic and pandemic influenza (2019), se desaconsejaba explícitamente el uso prolongado de cuarentenas a gran escala. Se advertía que tales medidas podían tener “efectos económicos y sociales severos, difíciles de justificar si la evidencia de eficacia es baja o inexistente” [1]. Esta línea argumental era compartida por otras agencias como el ECDC (Centro Europeo para la Prevención y el Control de Enfermedades) y el CDC estadounidense.
Sin embargo, con la llegada del SARS-CoV-2 en 2020, este enfoque cambió de manera abrupta y sin justificación científica transparente. En cuestión de semanas, medidas que hasta entonces eran impensables en democracias consolidadas —como los confinamientos forzosos, toques de queda, restricciones a la movilidad, cierre de escuelas, limitación de reuniones y suspensión de actividades económicas— fueron implementadas de forma coordinada en múltiples países, a menudo con escaso debate parlamentario y bajo la presión de modelos predictivos alarmistas.
Este giro estratégico, adoptado sin respaldo de estudios previos de impacto ni revisión crítica de alternativas menos invasivas, marcó un punto de inflexión en la gobernanza sanitaria global. Por primera vez, se impuso a escala planetaria un modelo de control basado en la restricción generalizada de derechos y libertades fundamentales, bajo el argumento de la excepcionalidad. Y lo más llamativo es que se hizo sin que mediara un cambio formal en las directrices de la OMS ni un proceso de revisión basado en nueva evidencia.
En retrospectiva, el confinamiento masivo no fue una política validada por la experiencia histórica ni por los marcos epidemiológicos anteriores a 2020, sino una estrategia improvisada, exportada desde China y adoptada por imitación en el resto del mundo. Sus consecuencias económicas, sociales, psicológicas y sanitarias —muchas de ellas aún en proceso de evaluación— han sido descomunales. La falta de un análisis honesto sobre por qué se adoptó esta estrategia y quiénes influyeron en su legitimación global, constituye una deuda pendiente con la ciudadanía y con el rigor científico.
El documento oficial de la OMS sobre planificación ante pandemias publicado en 2019 no recomendaba confinamientos generales, salvo en contextos muy específicos y de corta duración [1]. Sin embargo, en marzo de 2020, esta estrategia se adoptó a nivel global sin evaluación de coste-beneficio ni pruebas empíricas claras de su eficacia.
Los primeros confinamientos —como el de Wuhan (China)— fueron copiados por otros países, generando un efecto dominó más político que científico. España fue uno de los países que aplicó un encierro más estricto y prolongado, con vigilancia policial, multas, prohibición de salir a pasear o hacer deporte, y cierre total de escuelas y comercios no esenciales.
A nivel científico, numerosos estudios han cuestionado la eficacia real de los confinamientos estrictos. El metaanálisis realizado por Jonas Herby, Lars Jonung y Steve Hanke, publicado por la Universidad Johns Hopkins en 2022, concluyó que los confinamientos estrictos solo lograron reducir la mortalidad por COVID-19 en un 0,2 %, lo cual es estadísticamente insignificante, destacando que las consecuencias negativas resultaron desproporcionadas frente a los beneficios marginales obtenidos [2].
Otro estudio crítico con el análisis coste-beneficio del confinamiento, realizado por Allen (2021), apunta hacia la desproporcionalidad entre los beneficios sanitarios obtenidos y los enormes daños sociales y económicos causados por dichas medidas, especialmente en países occidentales [3].
Diversos estudios han documentado un aumento de los trastornos mentales durante los confinamientos: ansiedad, depresión, insomnio, abuso de alcohol, trastornos de la conducta alimentaria y suicidios [4]. En especial, los colectivos más afectados fueron las personas mayores que vivían solas, los adolescentes y los pacientes psiquiátricos.
En términos físicos, la restricción de movilidad y actividad provocó un incremento de sedentarismo, obesidad, agravamiento de enfermedades crónicas y retrasos en diagnósticos médicos. Se suspendieron tratamientos oncológicos, operaciones programadas y revisiones rutinarias, con consecuencias a largo plazo todavía no cuantificadas del todo [5].
El confinamiento total paralizó gran parte de la economía. En España, el PIB cayó un 10,8 % en 2020, la mayor contracción desde la Guerra Civil [6]. Sectores como el turismo, la hostelería y el comercio sufrieron pérdidas irreparables. Miles de pequeños negocios cerraron para siempre, y cientos de miles de personas fueron despedidas o pasaron a ERTE.
La pobreza aumentó en más de 1,1 millones de personas en solo un año. La brecha digital dejó a muchos estudiantes fuera del sistema educativo. El impacto fue mucho mayor en las clases trabajadoras y en la economía informal, mientras las grandes tecnológicas y farmacéuticas aumentaron sus beneficios.
En España, el Tribunal Constitucional dictaminó que el confinamiento general decretado mediante estado de alarma fue inconstitucional, ya que solo podía autorizarse mediante estado de excepción. Esta sentencia, aunque simbólica, reconoció que se vulneraron derechos fundamentales como la libertad de circulación, reunión y educación [7].
Durante el encierro se multiplicaron los abusos: multas por salir a pasear, persecución a runners solitarios, uso de drones para vigilar a la población, detenciones arbitrarias, censura en redes sociales e incluso campañas públicas de señalamiento y culpabilización de los “insolidarios”.
Estas medidas fomentaron un clima de miedo y obediencia, debilitando los pilares democráticos. La excepcionalidad se normalizó, y muchos aceptaron restricciones masivas de derechos en nombre de una supuesta seguridad colectiva.
Referencias
- (2019). Non-pharmaceutical public health measures for mitigating the risk and impact of epidemic and pandemic influenza. World Health Organization.
- Herby, J., Jonung, L., & Hanke, S. H. (2022). A Literature Review and Meta-Analysis of the Effects of Lockdowns on COVID-19 Mortality. Johns Hopkins Institute for Applied Economics.
- Allen, D. (2021). COVID-19 Lockdown Cost/Benefits: A Critical Assessment of the Literature. Simon Fraser University.
- Xiong, J., et al. (2020). Impact of COVID-19 pandemic on mental health in the general population: A systematic review. Journal of Affective Disorders, 277, 55–64.
- Cancino, R. S., et al. (2020). The impact of COVID-19 on cancer screening: challenges and opportunities. Preventive Medicine, 141, 106287.
- (2021). Contabilidad Nacional Trimestral de España. https://www.ine.es
- Tribunal Constitucional de España. (2021). Sentencia 148/2021 sobre la inconstitucionalidad del confinamiento domiciliario. https://www.boe.es
- Periodistas XLV. (2023). Consecuencias de las medidas COVID en el empleo, turismo y economía. https://periodistasxlv.com
Capítulo 14: El nuevo orden sanitario y la arquitectura del control
La pandemia de COVID-19 no solo transformó las políticas sanitarias globales, sino que aceleró la instauración de un modelo de gobernanza basado en la vigilancia, la digitalización forzada, la obediencia colectiva y la erosión de derechos individuales en nombre de la “salud pública”. Las medidas adoptadas durante este periodo constituyen una arquitectura de control sin precedentes, legitimada por la emergencia y consolidada como nuevo paradigma de gestión social.
El certificado digital de vacunación, conocido como “pasaporte COVID”, fue una de las herramientas más eficaces del nuevo control social. Su aplicación en la Unión Europea permitió restringir derechos fundamentales como el acceso al trabajo, al transporte, a la cultura o a la restauración, en función del estado vacunal del ciudadano.
Este documento, aunque presentado como un instrumento sanitario, funcionó como mecanismo de segregación legal entre vacunados y no vacunados. Diversas voces jurídicas y científicas alertaron de su carácter discriminatorio, su falta de base científica sólida (al no evitar la transmisión) y su inconstitucionalidad [1].
El pasaporte COVID simboliza el modelo del “ciudadano condicionado”: solo quien cumple las normas sanitarias impuestas tiene acceso pleno a la vida social. Se trata de una lógica similar a la del crédito social en China, donde los derechos se vuelven privilegios revocables por conducta.
La Organización Mundial de la Salud (OMS), a pesar de sus errores en la gestión inicial del brote y su evidente alineación con intereses estatales y privados, ha propuesto un nuevo “Tratado Internacional sobre Pandemias” que refuerza su papel como autoridad global sanitaria [2].
Este tratado plantea otorgar a la OMS competencias vinculantes para declarar pandemias, coordinar la respuesta internacional, distribuir vacunas y controlar la “desinformación”. Organizaciones civiles y juristas han alertado de que su aprobación supondría una grave cesión de soberanía por parte de los Estados firmantes, incluyendo España [3].
Además, se contempla la creación de pasaportes sanitarios globales y sistemas de vigilancia epidemiológica centralizados, lo que podría abrir la puerta a nuevas formas de control poblacional bajo justificación médica permanente.
La pandemia impulsó de forma acelerada la digitalización de trámites, el uso de códigos QR, la recolección masiva de datos biométricos y sanitarios, y la implementación de tecnologías de rastreo. Estas medidas, aunque útiles en ciertos contextos, han sido utilizadas también para reforzar la vigilancia estatal sobre los ciudadanos.
Países como China utilizaron apps de salud con geolocalización obligatoria, mientras que en Europa se implementaron sistemas de rastreo de contactos y se compartieron datos entre instituciones sin consentimiento informado [4].
La normalización de esta vigilancia, unida a la opacidad sobre el tratamiento de los datos personales, representa una amenaza latente a los derechos de privacidad y autodeterminación informativa.
Uno de los aspectos más inquietantes del periodo pandémico fue la instauración del “estado de emergencia” como modalidad permanente de gobierno. Bajo la lógica de lo excepcional, se suspendieron garantías constitucionales, se gobernó por decreto, se suprimió el debate parlamentario y se justificaron medidas autoritarias.
Este fenómeno ha sido analizado por filósofos como Giorgio Agamben, quien advierte que la gestión de la vida (biopolítica) a través de la emergencia conduce a una despolitización de la ciudadanía y a una obediencia acrítica [5].
Lo que debía ser una respuesta temporal a una crisis sanitaria se convirtió en una estructura de poder duradera, replicable ante futuras “emergencias” sanitarias, climáticas o digitales.
Durante la pandemia, las principales instituciones internacionales —OMS, Comisión Europea, gobiernos nacionales— actuaron de forma coordinada, con un discurso homogéneo, sin fisuras ni debate. Este consenso global, lejos de reflejar una evidencia científica consolidada, fue el resultado de una estrategia política y mediática cuidadosamente diseñada.
Se persiguió y silenció cualquier voz disidente, se eliminó el debate en medios de comunicación, y se ridiculizó a quienes cuestionaban el relato oficial. La ciencia se convirtió en dogma, y los derechos individuales fueron sacrificados en nombre de una seguridad colectiva impuesta [6].
La pandemia sirvió como catalizador para una transformación estructural del modelo de gobernanza global. Se ensayaron mecanismos de control social, se redefinieron los límites del poder estatal y supranacional, y se instaló una narrativa de emergencia permanente como justificación de recortes de derechos.
El desafío actual no es solo sanitario, sino político y filosófico: ¿Queremos vivir en sociedades libres y abiertas, o en democracias condicionadas por tecnocracias sanitarias?
El “nuevo orden sanitario” ya no es una teoría de la conspiración, sino una realidad en construcción. Dependerá de la ciudadanía crítica impedir que se consolide como el paradigma dominante del siglo XXI.
Referencias
- Comité de Bioética de España. (2021). Informe sobre el uso del pasaporte COVID.
- OMS. (2022). Working Draft of the WHO Pandemic Treaty. https://www.who.int
- CHD Europe. (2023). Analysis of the WHO Pandemic Treaty and its impact on sovereignty. https://childrenshealthdefense.eu
- Zuboff, S. (2020). The Age of Surveillance Capitalism. PublicAffairs.
- Agamben, G. (2003). Estado de excepción. Pre-Textos.
- Han, B.-C. (2020). La desaparición de los rituales: Una topología del presente. Herder
Capítulo 15: Economía pandémica y consecuencias sociales
La pandemia de COVID-19 no solo fue una crisis sanitaria, sino también una crisis económica y social de proporciones históricas. Las medidas adoptadas para “frenar el virus” —confinamientos, cierres de actividad, restricciones al comercio y a la movilidad— provocaron una caída abrupta del Producto Interior Bruto, el cierre de miles de negocios, un aumento del desempleo y el deterioro de las condiciones de vida para millones de personas.
Al mismo tiempo, ciertos sectores —en especial el farmacéutico, el tecnológico y el financiero— vieron incrementadas sus ganancias de forma extraordinaria. La pandemia, más que un igualador social, actuó como acelerador de desigualdades y catalizador de una transformación económica planificada desde foros internacionales.
En 2020, España sufrió una de las mayores contracciones del PIB del mundo desarrollado: un -10,8 %, según datos del INE [1]. La economía entró en estado de shock debido al confinamiento domiciliario, la paralización de sectores enteros como el turismo y la hostelería, y la interrupción de las cadenas logísticas.
Cientos de miles de negocios cerraron de forma temporal o definitiva. El tejido de pequeñas y medianas empresas —pilar de la economía española— fue el más afectado, sin capacidad para soportar meses de inactividad forzada. Los autónomos vivieron una situación de absoluta indefensión, con ingresos nulos pero cuotas fiscales intactas.
Los ERTE (Expedientes de Regulación Temporal de Empleo) mitigaron parte del impacto, pero no evitaron que miles de trabajadores perdieran su empleo o vieran degradadas sus condiciones laborales. En muchos casos, las ayudas llegaron tarde, fueron insuficientes o mal gestionadas.
El Informe FOESSA (Cáritas, 2021) confirmó que 1,1 millones de personas más cayeron en situación de pobreza durante el primer año de pandemia en España [2]. La brecha social se ensanchó: mientras las clases medias perdían poder adquisitivo, las rentas más altas resistían mejor el impacto gracias al teletrabajo, los activos financieros o el acceso digital.
La digitalización forzada dejó atrás a miles de niños sin recursos tecnológicos, dificultando su acceso a la educación durante el cierre de escuelas. Las mujeres, especialmente las cuidadoras y trabajadoras domésticas, soportaron la mayor carga en términos de desempleo, sobrecarga y precariedad.
Los sectores más golpeados fueron aquellos que empleaban a jóvenes, inmigrantes y trabajadores con contratos temporales. El “quédate en casa” no fue igual para todos: mientras algunos teletrabajaban desde espacios amplios, otros sobrevivían hacinados o en la economía informal.
Mientras millones de personas perdían sus empleos y sus empresas, las grandes multinacionales de los sectores farmacéutico y tecnológico vivieron una bonanza sin precedentes. Pfizer, Moderna y BioNTech obtuvieron beneficios récord gracias a los contratos de venta de vacunas firmados con los gobiernos. El informe de Oxfam y la People’s Vaccine Alliance reveló que Pfizer, BioNTech y Moderna ganaban más de 65.000 dólares por minuto en 2021 [3].
Al mismo tiempo, empresas como Amazon, Microsoft, Zoom o Google capitalizaron el auge del comercio online, el teletrabajo y la dependencia digital impuesta por las restricciones. Las cinco grandes tecnológicas (Apple, Amazon, Microsoft, Alphabet y Facebook) incrementaron su capitalización bursátil en más de 3 billones de dólares en un año.
Se consolidó así un modelo de economía de plataforma, en el que la riqueza fluía hacia unas pocas empresas globales, mientras las economías locales se desangraban.
Los gobiernos reaccionaron a la crisis con programas de estímulo, endeudamiento y ayudas directas. En el caso de España, se activaron fondos europeos como el Next Generation EU, que si bien proporcionaron liquidez, también condicionaron la política fiscal y la digitalización estructural.
El Estado se endeudó como nunca desde la Guerra Civil. La deuda pública superó el 120 % del PIB en 2021 [4]. Esta expansión del gasto público generó una ilusión temporal de recuperación, pero dejó una factura que pagarán futuras generaciones. Además, muchas ayudas estuvieron ligadas a programas de transformación digital y ecológica, condicionados por los objetivos marcados desde Bruselas y organismos internacionales.
Durante la pandemia, el Foro Económico Mundial (WEF) popularizó la idea del “Great Reset” (Gran Reseteo): una propuesta para rediseñar el capitalismo, incorporando criterios de sostenibilidad, digitalización, resiliencia y gobernanza pública-privada [5].
En sus informes y foros anuales, el WEF defendió que la pandemia era una “oportunidad histórica” para reconfigurar el orden económico global. Este discurso fue respaldado por dirigentes políticos, líderes empresariales y organismos multilaterales.
Aunque presentado como un proyecto filantrópico, el Gran Reseteo implica una concentración de poder económico, sanitario y tecnológico en manos de entidades transnacionales, sin legitimidad democrática directa. La pandemia fue el marco perfecto para su impulso.
La COVID-19 no solo provocó una crisis sanitaria, sino una redistribución brutal de la riqueza y el poder. Las clases populares y medias asumieron el coste de las decisiones políticas, mientras las élites económicas multiplicaban sus beneficios. La desigualdad se acentuó, el endeudamiento creció y la dependencia tecnológica se convirtió en norma.
La economía pandémica no fue un efecto colateral, sino una consecuencia lógica de las políticas aplicadas. Si no se revisan críticamente estas estrategias, el modelo pospandémico solo consolidará un sistema más desigual, más vigilado y menos libre.
Referencias
- Instituto Nacional de Estadística. (2021). Contabilidad Nacional Trimestral de España. https://www.ine.es
- Fundación FOESSA / Cáritas. (2021). Informe sobre exclusión y desarrollo social en España.
- Oxfam. (2021). Las grandes farmacéuticas ganan 65.000 dólares por minuto durante la pandemia. https://www.oxfam.org
- Banco de España. (2022). Informe anual de deuda pública. https://www.bde.es
- Schwab, K., & Malleret, T. (2020). COVID-19: The Great Reset. World Economic Forum.
Capítulo 16: La disidencia: un acto de conciencia
Durante la pandemia de COVID-19, y frente al despliegue de un relato institucional único, surgieron en todo el mundo voces que cuestionaron, investigaron y denunciaron los excesos cometidos en nombre de la salud pública. Médicos, periodistas, juristas, científicos, trabajadores y ciudadanos comunes decidieron no guardar silencio y ejercer su derecho a disentir.
En España y otros países surgieron plataformas ciudadanas como Biólogos por la Verdad, Médicos por la Verdad, Abogados por la Verdad, El Expreso de Medianoche, Madres por la Libertad, y otros colectivos que buscaron dar voz a la disidencia organizada. Estas agrupaciones, a menudo difamadas por los medios, desempeñaron un papel fundamental en la denuncia de irregularidades, la difusión de información alternativa y el acompañamiento de afectados por efectos adversos o abusos institucionales.
El colectivo Periodistas por la Verdad, por ejemplo, promovió análisis independientes sobre los protocolos hospitalarios, la manipulación de datos, la censura en redes sociales y el ocultamiento de información sanitaria. Su web se convirtió en un archivo vivo de documentación crítica, a menudo ignorada por el discurso oficial [1].
Decenas de médicos fueron amonestados, suspendidos o despedidos por expresar opiniones críticas sobre las medidas pandémicas o por recomendar tratamientos alternativos. En algunos casos, incluso fueron objeto de campañas de difamación pública y bloqueo económico.
Lo mismo ocurrió con periodistas y comunicadores que se apartaron del guion mediático dominante. Las redes sociales eliminaron cuentas, bloquearon vídeos, etiquetaron como “desinformación” publicaciones que luego fueron validadas por la evidencia científica. El espacio para el disenso se redujo drásticamente, convirtiendo a las plataformas digitales en nuevos órganos de censura global [2].
La negativa a acatar órdenes que se consideraban injustas se convirtió en una forma legítima de resistencia. Trabajadores sanitarios que rechazaron vacunarse fueron apartados de sus puestos. Padres que se negaron a que sus hijos usaran mascarilla en clase fueron sancionados. Empresarios que intentaron abrir sus negocios durante el confinamiento recibieron multas desproporcionadas.
En este contexto, la objeción de conciencia reapareció como herramienta jurídica y moral. El principio de “obediencia legítima” fue cuestionado por ciudadanos que entendieron que acatar órdenes contrarias a la ley, la razón o la dignidad humana no era una opción válida. La desobediencia civil, históricamente asociada a movimientos de derechos humanos, fue reactivada por quienes defendieron la libertad frente al autoritarismo sanitario [3].
El discurso dominante promovió una asociación automática entre disidencia y negacionismo. Se creó una caricatura del disidente como ignorante, egoísta o conspiranoico, invisibilizando las motivaciones éticas, científicas o legales de muchas personas críticas con las medidas adoptadas.
Esta criminalización de la discrepancia no solo afectó a individuos, sino también al pensamiento crítico en general. El resultado fue una sociedad intelectualmente empobrecida, donde la duda —fundamento de toda ciencia— fue sustituida por la repetición de consignas y el miedo al castigo social [4].
Pese a las dificultades, la resistencia cívica durante la pandemia dejó importantes semillas para el futuro. Se crearon redes de apoyo mutuo, se multiplicaron los medios alternativos, se documentaron miles de casos de abuso, y se promovieron demandas judiciales que hoy comienzan a dar sus frutos.
El papel de la disidencia ha sido esencial para preservar los principios democráticos en tiempos de excepción. Gracias a quienes no callaron, hoy es posible contar una versión diferente de lo ocurrido, aprender de los errores y construir una respuesta más humana ante futuras crisis.
La disidencia no fue un acto de insumisión irresponsable, sino un acto de conciencia. Frente a la imposición del miedo y el silencio, se alzaron voces que defendieron la libertad, la verdad y la dignidad. Su legado es un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, el pensamiento crítico y la conciencia ética son las últimas líneas de defensa de la humanidad.
Referencias
- Periodistas por la Verdad. (2023). Documentación crítica sobre COVID-19. https://periodistasporlaverdad.com
- Berenson, A. (2023). Unreported Truths about COVID-19 and Lockdowns. Self-published.
- Thoreau, H. D. (1849). On the Duty of Civil Disobedience.
- Han, B.-C. (2020). La sociedad paliativa. Herder.
Conclusiones
La pandemia de COVID-19 no solo fue una crisis sanitaria. Fue, sobre todo, una crisis de derechos, de confianza, de libertad y de verdad. La emergencia sirvió de catalizador para instalar una nueva forma de gobernanza global basada en la excepción, la vigilancia, el miedo y la obediencia, disfrazada de ciencia y legitimada por instituciones que abandonaron su neutralidad y su misión de protección al ciudadano.
Durante más de dos años, vivimos bajo una arquitectura de control inédita en tiempos democráticos: confinamientos domiciliarios masivos, cierre de escuelas, restricciones de movimiento, toques de queda, imposición de mascarillas, segregación social mediante pasaportes sanitarios, coerción para vacunarse, censura digital y castigo a la disidencia.
Todo ello fue justificado por una narrativa única, monolítica, que canceló el debate público, silenció la ciencia crítica y transformó el pensamiento libre en sospecha. La duda fue tratada como traición. El escepticismo, como delito moral. Y el miedo se convirtió en política de Estado.
Hemos visto cómo los test diagnósticos se utilizaron sin validación ni criterio clínico, inflando artificialmente la cifra de “casos”. Cómo se hospitalizó de forma tardía, se aplicaron protocolos deshumanizados y se abandonó a pacientes mayores en residencias. Cómo se autorizaron vacunas sin estudios de largo plazo y se silenció a quienes sufrieron efectos adversos. Cómo se criminalizó a ciudadanos por no querer someterse a tratamientos experimentales. Cómo se despidió a sanitarios por ejercer su derecho a la objeción de conciencia.
España, como tantos otros países, renunció a su propia legalidad y tradición democrática en nombre de una supuesta protección que nunca se evaluó con honestidad. Las medidas aplicadas no solo causaron daño físico y psicológico, sino que empobrecieron a millones, rompieron vínculos sociales y generaron una fractura moral que tardará años en cicatrizar.
Pero también hemos sido testigos del coraje. De médicos, periodistas, abogados, científicos y ciudadanos que, pese al precio personal, decidieron no callar. Que defendieron la dignidad humana frente al experimento tecnosanitario. Que conservaron la memoria, documentaron los abusos y protegieron la llama del pensamiento libre.
El relato oficial ha perdido legitimidad. La fe ciega en las instituciones se ha desmoronado. Hoy sabemos que muchas de las decisiones tomadas durante la pandemia no se basaron en ciencia, sino en poder. No se guiaron por el principio de precaución, sino por intereses geopolíticos, económicos y corporativos.
Es el momento de reconstruir una ciudadanía activa, crítica y vigilante. De exigir responsabilidades a quienes gobernaron por decreto y dañaron vidas con sus decisiones. De restaurar la medicina basada en la persona, la ciencia abierta al debate, y la política al servicio de la libertad y no del control.
La pandemia fue el ensayo general. Lo que venga después dependerá de nosotros.
Agradecimientos
Este libro no habría sido posible sin el valor, la integridad y la dedicación de muchas personas y colectivos que, en medio del ruido, el miedo y la censura, decidieron sostener la palabra, el pensamiento crítico y el derecho a saber.
Agradezco, en primer lugar, a todos los profesionales de la salud que, aun trabajando en condiciones extremas, se atrevieron a hablar con claridad, denunciar protocolos deshumanizados y defender el principio ético del “primum non nocere”.
A los científicos y académicos que resistieron la presión institucional y mediática para imponer una única narrativa. A quienes investigaron, cuestionaron, publicaron y se mantuvieron fieles al espíritu de la ciencia: la duda razonada, el método riguroso y la honestidad intelectual.
A los periodistas verdaderos —cada vez más escasos— que no se sometieron al dogma ni al silencio, y que ofrecieron un espacio a las voces excluidas. En especial, a mis compañeros del colectivo Periodistas por la Verdad, cuya labor informativa ha sido esencial para documentar los excesos, las contradicciones y las víctimas de esta nueva distopía sanitaria. Invito a todos los lectores a visitar nuestro archivo en: www.periodistasporlaverdad.com
A los abogados y juristas que ofrecieron asesoramiento gratuito, presentaron recursos, acompañaron a familias y defendieron derechos fundamentales cuando las instituciones los olvidaron.
A las víctimas: a quienes sufrieron efectos adversos de las vacunas, a quienes perdieron a sus seres queridos por decisiones médicas cuestionables, a quienes fueron silenciados, despedidos, marginados o difamados por ejercer su derecho a pensar distinto.
Y, sobre todo, a cada lector que ha llegado hasta aquí con el espíritu abierto y el corazón firme. Este documento está dedicado a ustedes. Porque solo una ciudadanía informada, valiente y consciente puede evitar que el miedo vuelva a convertirse en ley.
Gracias.
José Fernández
Periodistas por la Verdad