Verificadores al servicio del poder: cómo funciona la censura 2.0

La figura del verificador de hechos ha cobrado una relevancia desproporcionada en el ecosistema informativo contemporáneo. Lo que comenzó como una práctica periodística interna para contrastar datos, ha mutado en una infraestructura global de censura delegada. En nombre de la lucha contra la desinformación, se ha instalado un modelo de control del discurso público que no responde a principios democráticos ni científicos, sino a intereses ideológicos, políticos y económicos. El ciudadano ya no tiene derecho a contrastar versiones ni a llegar a sus propias conclusiones. La verdad ha sido tercerizada.

Hoy no es el Ministerio del Interior quien dicta qué puede decirse o no, sino una red opaca de empresas privadas —presentadas como neutrales— que se arrogan el poder de decidir qué es cierto, qué es dudoso, y qué debe desaparecer del espacio digital. Entre las más conocidas en el ámbito hispano se encuentran Newtral y Maldita.es, que actúan como brazos ejecutores de un nuevo sistema de censura donde ya no hace falta prohibir nada: basta con etiquetar, limitar el alcance, aplicar un algoritmo y sancionar al autor. Lo llaman verificación. Pero es control.

Newtral, por ejemplo, fue fundada por la periodista Ana Pastor, rostro habitual del canal La Sexta y figura cercana al entorno del Partido Socialista. Esta empresa ha establecido convenios con Meta (Facebook e Instagram), Google (a través de YouTube) y TikTok, lo que le permite intervenir directamente en el contenido publicado por millones de usuarios. Si un vídeo, un artículo o una publicación contradice el relato institucional —ya sea sobre cambio climático, vacunas, política exterior o género—, basta con que Newtral lo etiquete como “falso” o “engañoso” para que el sistema automático de las plataformas lo entierre en el algoritmo, impida su monetización o incluso expulse al autor. Todo esto sin juicio, sin apelación, y sin que el verificador tenga que responder públicamente por sus decisiones.

Esta lógica no se limita a España. La red global que permite esta censura se articula a través de la International Fact-Checking Network (IFCN), una estructura supranacional creada en 2015 y gestionada por el Poynter Institute, con sede en Estados Unidos. La IFCN actúa como certificadora oficial de los verificadores “de confianza”, y sólo aquellos que cumplen sus criterios pueden trabajar con las plataformas digitales. Pero lo que pocas veces se menciona es que la IFCN está financiada por fundaciones abiertamente ideológicas como Open Society Foundations (George Soros), Google News Initiative, Meta Journalism Project, y Omidyar Network (vinculada a eBay y medios como The Intercept). También recibe fondos de la Comisión Europea y del Departamento de Estado de EE.UU. No estamos, por tanto, ante una red ciudadana e independiente, sino ante una estructura financiada por centros de poder para garantizar que el discurso global no se desvíe de los márgenes permitidos.

Maldita.es, otro de los nombres clave del sistema, opera con la misma lógica. Su fundadora, Clara Jiménez Cruz, fue parte del equipo del programa “El Objetivo” junto a Ana Pastor, y construyó su marca como “verificadora independiente” al calor de las elecciones y las crisis sanitarias. Sin embargo, Maldita.es no es una organización autónoma: recibe financiación directa de la Comisión Europea, de Open Society, de la Red Internacional de Verificadores, de Google y de proyectos relacionados con Naciones Unidas. Ha firmado convenios con Meta y Twitter/X para limitar la difusión de contenido considerado problemático, y forma parte de consorcios como EDMO (European Digital Media Observatory), directamente promovidos desde Bruselas. Bajo el paraguas de estas estructuras, Maldita actúa como juez de lo que puede circular por la red, con una vara de medir que siempre beneficia a las instituciones que la financian.

El verificador no opera como un detective de datos, sino como un curador ideológico. No evalúa hechos, sino desviaciones. El contenido no se juzga por su exactitud, sino por su alineamiento con los organismos oficiales. Así, publicaciones críticas con la eficacia de las vacunas COVID, incluso cuando citan estudios revisados por pares o bases de datos oficiales como EudraVigilance o VAERS, son sistemáticamente etiquetadas como “engañosas” o “peligrosas”. Quienes han osado cuestionar los efectos secundarios, denunciar contratos opacos entre la Comisión Europea y farmacéuticas como Pfizer, o señalar censura médica, han sido excluidos de las redes, tachados de conspiranoicos y marginados del debate público.

No se trata de casos aislados. En 2020, la mera mención de la hipótesis del origen artificial del SARS-CoV-2 —es decir, que pudiera haber salido de un laboratorio— fue motivo de censura inmediata. Los verificadores la consideraron una “teoría conspirativa sin fundamento”, y miles de publicaciones que mencionaban esa posibilidad fueron borradas. Sin embargo, un año más tarde, el propio asesor de la Casa Blanca, Anthony Fauci, reconocía que esa hipótesis no podía descartarse. The Lancet, Nature y hasta la OMS abrieron líneas de investigación al respecto. El contenido censurado resultó ser plausible, y los verificadores habían actuado como propagandistas, no como fiscalizadores de la verdad.

Lo mismo ocurrió con los efectos adversos de las vacunas. Durante 2021 y parte de 2022, cualquiera que mencionara casos de miocarditis, trombosis o alteraciones neurológicas tras la vacunación COVID era considerado un desinformador. Hoy, esos efectos están reconocidos por organismos como la EMA (Agencia Europea del Medicamento), han sido publicados en revistas médicas como The BMJ o Frontiers in Medicine, y están registrados por miles en bases oficiales. Pero el daño ya estaba hecho: periodistas, médicos y ciudadanos fueron silenciados durante meses clave de la campaña de vacunación masiva.

El sistema de verificación no solo etiqueta el contenido: lo desactiva económicamente. En el ecosistema digital actual, los creadores de contenido viven —en parte— de la visibilidad y monetización de sus publicaciones. Cuando una entrada es marcada por un verificador, se reduce su alcance, se bloquea su monetización, y se amenaza con el cierre de la cuenta. Esta estrategia no requiere leyes mordaza, ni censores uniformados: basta con colocar a unas pocas empresas “neutrales” entre el emisor y el receptor, para que todo mensaje incómodo desaparezca sin hacer ruido. Es censura privatizada, con rostro amable y apariencia técnica.

El problema no radica solo en el contenido eliminado. Radica en la transformación completa del espacio público. En esta nueva arquitectura informativa, el pluralismo se considera un riesgo, la disidencia es sinónimo de amenaza, y la verdad se convierte en un conjunto de afirmaciones validadas por instituciones que ya nadie puede cuestionar. Los verificadores no buscan mejorar el debate, sino clausurarlo. No contrastan voces: las ordenan, las jerarquizan y eliminan las que no encajan. La sociedad deja de ser un foro para el intercambio libre de ideas, y se convierte en un espacio vigilado donde sólo se permite hablar con permiso.

Se habla mucho de “combatir el negacionismo”, pero poco del autoritarismo informativo que avanza bajo su sombra. Quien se atreve a disentir de los grandes consensos —ya sea sobre clima, salud, energía, seguridad o cultura— es automáticamente estigmatizado. No importa si se aportan pruebas, si se citan fuentes científicas, si se hacen preguntas legítimas. El verificador ya ha dictado sentencia.

En nombre de la verdad, se ha impuesto un nuevo régimen de control. Pero la verdad no necesita guardianes. Necesita libertad. Y eso es precisamente lo que los verificadores, al servicio del poder, están anulando.